Sizigia - por xaguar

Fue en la mañana. La marea bajó más de lo normal. Los barcos pequeños fueron los primeros, luego los grandes que no alcanzaron a irse. El retroceso causó sorpresa en Simona y La Floresta, también en Puerto Isabel. Una extensa capa de arena negruzca en la ensenada fue el panteón de peces y barcos. Ya por la tarde la estupefacción dio paso al abandono. Hubo pájaros que también se quedaron mirando sobre las rocas o el muelle. Los ojos de los peces muertos apuntaban al cielo como reclamándole su mala suerte.

Se paseaba descalzo y sin camisa con el cigarro en la boca. Se pasaba la lengua por los dientes de vez en cuando, presintiendo el sabor de antiguos días, percibiendo el recuerdo quizá, de comidas y noches calientes en lugares distantes. Paseaba la mirada la miseria de sombras del cuarto casi vacío de muebles. Harto de los gusanos, de la nube de humo que lo envolvía siempre, mañoso y hambriento, salió de ahí. Había llegado hasta el borde del mundo y ya era tiempo de volver. Un gigantesco incendio en los basureros del norte iluminaba la noche cuando cerró la puerta.

 — ¿Me querés decir que el pobre diablo eligió largarse de acá el día en que se fueron las mareas?

 — Ajá. Todo esto me lo contó Josesito que le ayudaba al hombre con algunos mandados. Salió de ahí con la petaca, le dio veinte y se enfiló para los muelles de Teka, de donde zarpaban los transbordadores baratos hacia Puerto Isabel y de ahí igual pensaba enrolarse en algún buque que lo llevara a otro país. Y de ahí a otro y a otro.

Brunnen contaba con calma todo esto al holograma del bar que parecía interesado en la historia.

 — Debió ser duro cuando llegó a la playa.

Brunnen extendió el vaso al holograma que le sirvió en silencio.

 — Eso pienso yo también. La cosa es que no había nada. Solo el chillido de los pájaros sobre peces muertos en la arena. Ese día el pescador no pescó. El marinero no subió al barco. La vieja Ramsés no despachó redes ni correos. No había nada que hacer y todos se volvieron a sus casas. Quién sabe que habrá pensado el hombre. A santo de qué decidió hacerlo. Alguna mujer, familia, cansancio, un lugar que sintió no volvería a ver, pero seguramente se supo atrapado y se pegó un tiro ahí mismo. Así nomás.

El holograma se quedó mirando el local vacío, el cuerpo de Brunnen en la orilla de la barra. Entonces repasó con tristeza la geometría de las mesas, las sombras que se desprendían de su quietud. Empezó a imaginar que el mundo era aquel. Que los objetos, la existencia, la realidad eran aquellas sombras alargadas y que las mesas, la barra, Brunnen y su ginebra, no eran más que el reverso muerto de la verdad. Que lo vivo era inalcanzable.

 — ¿Pudieron reciclar el alma del hombre, Brunnen?

Con el último trago se fue levantando mientras se ponía el sombrero. Tomó los guantes y dejó uno de veinte. Echó un vistazo al frío y a la desesperación idiota de la soledad.

 — Lo hicieron holograma, amigo.

Salió, y la puerta se quedó girando en sus goznes.