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El juicio de la soledad - por Monty

Por correr hacia el viejo parado al filo del muelle, el marinero no subió al barco. El estruendo en la madera por los presurosos pasos desgarraba el silencio de la madrugada, pero no parecían alcanzar los oídos del septuagenario hombre, que apuntaba con la vista al horizonte en calma.
Hacía apenas dos días que había conseguido su anhelada libertad, después de cumplir una condena de cuarenta y dos años en prisión acusado de homicidio culposo, luego de perpetrar un asalto a la sucursal del banco central y forcejear con el arma de uno de los guardias de seguridad, quien terminó fulminado por un disparo de su propio revolver. Tuvo que ser así, pues el arma destinada para cometer el robo nunca pretendió cargar municiones.
Arrojado de las entrañas del penal, como perrito en barrio nuevo, el olor de la ciudad no era encontrado en sus recuerdos. Las grotescas calles se abalanzaban sobre sus pupilas impidiéndole fijar el rumbo en aquél último crepúsculo de otoño.
Su madre fue la última visita que tuvo en prisión veinte años atrás, sin saber que las albóndigas de pollo y el rosario que colgó en su cuello, serían el último recuerdo que tendría de ella. Sus últimas palabras lo alentaban a buscar la libertad.
– Te estaré esperando en casa siempre- aseguraba.
Un par de meses después, le mandaría gardenias blancas y grabar como epitafio: “Perdóname madre mía”.
De su padre, le contaron la leyenda, que con meses de nacido, un día partió a la pesca en una pequeña embarcación y debido a la tormenta jamás pudo regresar. Cada vez que escuchaba la historia, adivinaba en los ojos rasgados de su madre la piadosa mentira.
Siendo nuevos en la localidad, al poco tiempo de estar preso, su hermano mayor prefirió alejar a sus hijos del mal ejemplo del tío y buscar una mejor provincia para hacer vida. La última vez que se le vio, estaba hincado sobre el pasto fúnebre, raspando eufórico la frase de perdón inscrita en la lápida de su madre.
El otro miembro de la familia era su hermana, que al casarse, cambió de país y nacionalidad.
Nunca estuvo con mujer sin divisas de por medio.
De sus escasos amigos, únicamente tenía la pista de su cómplice en el robo. “El Roger”, como era conocido, pudo esconderse con el botín y abrir una pequeña cadena de pizzerías. Lo buscaría al día siguiente para reclamar su parte.
La fría noche lo sorprendió rastrillando los pasos por el malecón, ajeno a este mundo. Se refugió en las ruinas abandonadas de lo que otrora llamaba hogar, convertida en guarida de drogadictos y vagabundos, como él. El quejido de su estómago lo hizo extrañar las viandas de la cárcel a las que se acostumbró. En ocasiones, alguno de sus compañeros de celda, le donaba parte de su ración a cambio de la seguridad que les proporcionaba. A través de los años en presidio, se convirtió en una leyenda oscura, temida y respetada en todo el penal. Los centinelas le permitían ciertos privilegios: traficar con cigarrillos y comida; realizar tareas sencillas; tener radio y cuando llegó la revolución en telecomunicaciones, también se le permitió el uso de teléfono celular, pero nunca sonó.
Apenas pudieron reconocerse los viejos amigos abrazados en la pizzería. Mantuvieron una vasta plática durante el desayuno de cortesía, en la cual, “el Roger” se desvivía en gratitud por no haberlo delatado.
-Dame diez minutos- solicitó su anfitrión.
A su regreso, le entregó en un sobre la parte del dinero acordado en aquellos tiempos y una cena en recipientes desechables, al mismo tiempo que le suplicaba entre sollozos, en nombre de la antigua amistad y por seguridad de su familia, jamás volverse a encontrar.
Su devaluado botín, no le permitiría comprar casa, instalar un negocio, o por lo menos lograr el sustento de un año. Inútil en oficios, regresó a las ruinas de la casa pegada al puerto, compartiendo alimento, dinero y desdicha con la tercia de mendigos que lo cercaron.
Cuando por fin escuchó las botas y gritos acercándose, se volvió hacia los brazos extendidos de aquél que debió embarcarse cortando a zancadas la distancia. De entre sus ropas, el ex convicto sacó una pistola valorada en mucho menos precio del que pagó por ella. Con plomo en la sien entregó su cuerpo al mar y la vida al olvido. Al llegar al final del muelle, el frustrado marinero, sólo encontró un hermoso mausoleo de olas y gaviotas.

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6 comentarios

  1. 1. Calihope dice:

    Poco a poco te va haciendo sentir triste y desgraciado a medida que lees. No es típica lectura que me suela gustar por su carácter un poco deprimente pero me ha enganchado la forma de escribir y las frases como:”el olor de la ciudad no era encontrado en sus recuerdos” y muchas otras…esta plagado. Deja una sensación de soledad supongo que era la idea

    Escrito el 18 enero 2018 a las 18:20
  2. 2. Berundgaar dice:

    Monty… Eres un verdadero artista de las palabras, no sé si escritor o pintor o ambos. Vas trazando, despacio, pinceladas, dando color, construyendo la imagen desgarradora de tu relato. Casi he olido la desesperación, la soledad y el desamparo de tu personaje y al final, el alivio de su final.
    Acabas de adquirir un fan declarado para futuras entregas.
    Si quieres pasarte por mi propio trabajo, estoy en el 113.
    Un pacer leerte. Hasta pronto.

    Escrito el 19 enero 2018 a las 07:07
  3. ¡Acá estoy, como prometí estimado Monty! Sin palabras… ¡me has dejado mudo! pero en el buen sentido. Cuando captas la atención del lector, sin importar que tus motivaciones sean la desesperanza y la soledad, y lo sumerges en esas sensaciones en tan breve tiempo y con total control, ¡puedes darte por satisfecho y feliz! ¡Lo has logrado, colega! Walt Disney se propuso en sus primeros años en ser el pionero en el negocio de los dibujos animados que intentaría hacer que su público llorara y se conmoviera con sus historias. Has emulado en ese sentido a Walt. Creaste un relato brillante. Te felicito.

    Escrito el 19 enero 2018 a las 23:03
  4. 4. J.Sfield dice:

    Hola, Monty

    Desgarrador relato el tuyo, yo creo que, más que para defenderse, al final saca la pistola con el fin de volver a su hábitat; de matar el rugido de su estómago con la comida de prisión que tanto hecha de menos.

    Vigila los diálogos, van con raya y no con guión. Y ésta debe ir junto a la primera palabra. También te falta una coma en la frase: “Perdóname madre mía” debe ser “Perdóname, madre mía”.

    Nos leemos.

    Escrito el 22 enero 2018 a las 07:45
  5. 5. Everett Russo dice:

    Hola Monty:

    Enhorabuena por tu relato. Como dicen por arriba, muy bien narrado y descrito, la soledad del protagonista se palpa y te queda una historia desgarradora. Al principio tenía mis dudas, demasiados adjetivos para mi gusto en las primeras líneas, pero he de decir que me has terminado convenciendo. Las dos últimas frases son preciosas.

    Felicidades.

    Escrito el 24 enero 2018 a las 23:20
  6. 6. Laura dice:

    Hola Monty.
    Realmente una historia riste de principio al fin.
    Ten en cuenta que has usado varias veces y muy juntas la palabra última.
    “Su madre fue la ÚLTIMA visita que tuvo en prisión veinte años atrás, sin saber que las albóndigas de pollo y el rosario que colgó en su cuello, serían el ÚLTIMO recuerdo que tendría de ella. Sus ÚLTIMAS palabras lo alentaban a buscar la libertad.”
    Tal vez puedes variarlas. Por lo demás, un relato muy pero muy bueno.

    Hasta la próxima propuesta.

    Escrito el 29 enero 2018 a las 11:33

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