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Looking through my memories - por Néstor

Los cajones olvidados son mis preferidos. En ellos se encuentran objetos que, un día cualquiera, sin premeditación alguna, dejamos desterrados a merced del polvo y del tiempo.

Pueden pasar días, meses o años hasta que ese cajón vuelva a ser abierto y sus contenidos revelados. Una de las ocasiones en las que esto ocurre con más frecuencia es en las mudanzas. Con el objetivo de no dejarte nada atrás, inspeccionas la casa de arriba a abajo, escrutando cada esquina y cada armario. No hace falta decir que en esta laboriosa tarea, uno también registra cada cajón que ve. Es entonces cuando se encuentra aquella pulsera que hace dos veranos no abandonó tu muñeca pero que, de un día para otro, guardaste en el cajón de tu mesa de noche. Allí había permanecido todo este tiempo, sin hacer ruido y sin que tú te inmutases. Y probablemente, si no fuese por la mudanza, aquella pulsera no habría pasado por tu cabeza nunca más, siendo olvidada para siempre en un oscuro mar de ácaros.

Y aunque lo que encontré aquel día fuese mucho más especial que una pulsera, el escenario que me llevó a abrir aquél cajón olvidado sí que era una mudanza. Ya tenía casi todo empaquetado, lo que en aquel momento me pareció todo un logro. Mi estrés en circunstancias como aquella rozaba lo irracional, tan sólo el saber que tenía que organizar la mudanza y empaquetar todos mis libros y efectos personales era suficiente para tenerme nervioso durante todo el proceso. Aquella preocupación se colaba como una mosca en mi oído y emitía molestos zumbidos que me recordaban todo lo que aún tenía pendiente por hacer. Pero a tan sólo dos días de cruzar el charco ya tenía casi todo preparado, tan sólo quedaban los últimos detalles.

La casa había pertenecido a mis abuelos y ambos habían sido ávidos lectores. Por ello, no era de extrañar que la habitación más grande de la casa fuese una biblioteca. Ésta tenía cinco filas de estantes de caoba empotrados en la pared, que se elevaban hasta hacerse inalcanzables para la estatura humana. Un pequeño armario bajo los estantes albergaba una escalerilla que hacía los avíos cuando alguien quería acceder al último estante. Entre los estantes y el armario habían pequeños cajones con tiradores bañados en oro.

De repente, lo que encontré en uno de ellos me transportó a la cubierta de un ferry en el mar Adriático. Tenía siete años, y observaba el atardecer abrazado a mi madre. Acurrucándome, le dije a mi madre que jamás había visto algo tan bonito como aquel paisaje. Entonces ella cogió sus gafas de sol y me las puso. Con las gafas puestas, el color anaranjado que había dominado la escena hasta entonces se tornó rosado. Mi madre se rió al ver mi cara de fascinación, y abrazándome me susurró al oído que la vida estaba llena de cosas bellas, pero que a veces teníamos que buscarlas nosotros mismos.

Aquellas gafas de cristales rojizos debían de haber permanecido en el cajón desde hace ya más de quince años. Recuerdo habérmelas traído conmigo al mudarme con mis abuelos días después del accidente de mis padres.

Las limpié con el bajo de mi camiseta y las guardé en el bolsillo de mi mochila. Decidí que cuando llegase a Amsterdam me aseguraría de guardarlas en un lugar que no cayera en el olvido.

Eché un último vistazo por la casa que había llamado hogar durante los últimos años. Entré en la habitación de mis abuelos. El cuarto estaba vacío, los nuevos inquilinos habían decidido amueblar ellos mismos la habitación, ya que los muebles de mis abuelos les habían parecido demasiado antiguos. Acabé guardando los muebles en un almacén, ya que no  tuve el coraje de venderlos por mucho que ahora me perteneciesen y necesitase el dinero. Al fin y al cabo la casa tan sólo estaba alquilada y si algún día decidiese volver para quedarme, los muebles de mis abuelos no me vendrían nada mal.

Me colgué la mochila en el hombro, y arrastrando la maleta cerré el portón tras de mí. Fue entonces cuando me di cuenta de que nunca me había encontrado tan sólo como en aquel instante. Notaba la confusión y el miedo en mi estómago. Pero entre aquella vorágine noté como se abría paso la emoción de aquel nuevo comienzo. Y con las palabras de mi madre resonando en mi cabeza empecé a caminar, determinado a encontrar lo bello que la vida me ofrecía.

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3 comentarios

  1. 1. IreneR dice:

    Buenas, Néstor.

    Me ha gustado tu relato. Creo que has sabido transmitir la incertidumbre, el miedo y la emoción del personaje ante la nueva etapa que le espera.

    Lo que me ha parecido un poco extraño ha sido la aparición de la pulsera y de las gafas si luego no van a tener un papel algo más relevante en el texto.

    ¡Un saludo!

    Escrito el 19 julio 2018 a las 08:49
  2. Hola Néstor
    Un trabajo muy cuidado y muy interesante. Me parece un buen recurso la voz narrativa en segunda persona que aparece de forma explícita en el segundo párrafo. Ayuda muy bien a presentar al narrador en primera persona como personaje. Es un acierto para el tipo de relato introspectivo «a través de mis recuerdos»
    Gracias por el aporte

    Escrito el 22 julio 2018 a las 23:20
  3. 3. M.L.Plaza dice:

    Hola Néstor.
    Un relato muy instrospectivo. Me llama la atención que el protagonista solo se dé cuenta de su soledad al final. A medida que avanzaba el relato, iba pensando en lo solo que estaba el personaje.
    En general me parece que escribes con frases demasiado largas. En un comentario a un texto, un compañero ha escrito que las frases no deben de tener más de 20 palabras. No lo había oído en mi vida.
    Me ha parecido una historia muy bonita y bien desarrollada.
    Saludos

    Escrito el 24 julio 2018 a las 06:24

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