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El alquimista - por José M. Fernández

Hacía ya tiempo que la noche había espantado los últimos vestigios de luz. La ciudad permanecía silenciosa, dormida. Las calles, oscuras y enfangadas, estaban desiertas. La luz dispersa de algunas antorchas colgadas de las paredes era insuficiente para proporcionar una mínima seguridad. Era el tiempo del sueño, de la conspiración, de lo oculto.
Teolbaldo permanecía en el sótano de su casa de madera. De día era barbero, apreciado en su oficio, y de noche se convertía en alquimista, en secreto, por supuesto. Allí, en el sótano, tenía su laboratorio, montado poco a poco para no levantar sospechas. Aparatos y libros se distribuían en un aparente desorden, inexistente en su cabeza pues sabía a la perfección dónde estaba colocado todo.
–¡Ahhh, otra vez no! –gritó una noche, en la fría madrugada–. Otro fracaso, ya no podré aguantar mucho más.
Es probable que solamente él se oyese, aunque el grito retumbó en toda la casa. Una de las ventajas de vivir solo. No podía tener mujer, ni criados oliscones que descubriesen lo que hacía. Era mejor así.
Llevaba ya tiempo buscando la fórmula para la multiplicación de la plata. Había elaborado una receta que tenía como principales componentes el cobre y el estaño, en abundancia, a las que se añadía una pequeña parte de plata. Según planeaba, al final del proceso toda la amalgama se convertiría en plata. Había solventado el primer problema, la obtención de plata, endeudándose con el conde que regía la ciudad. Una apuesta peligrosa puesto que el conde sabía que Teolbaldo practicaba la alquimia, prohibida por la Iglesia. Así que si no obtenía resultados y el conde veía perdida su inversión, podría denunciarlo o, incluso, acabar él mismo con su vida.
Esa noche había vuelto a fracasar. Ya no le quedaban excusas y mañana, cuando el conde apareciera para ver los resultados de su experimento, solamente le podría mostrar un trozo de metal inservible. Cavilando sobre cómo resolver ese problema, se le ocurrió una idea. Se abrigó, cogió una antorcha y salió a la oscuridad de la calle. Sigilosamente se acercó a la judería y buscó la vivienda de Aaron, el tintorero. Llamó varias veces hasta que vio encenderse una luz en su interior. El tintorero no tardó en abrir, nervioso.
–¿Quién es? ¿Qué quiere a estas horas?
–Soy Teobaldo, el barbero. No se preocupe, no vengo por nada malo, pero necesito su ayuda urgente.
Aaron lo conocía, pues el barbero había ayudado otras veces a los judíos de la ciudad. Lo hizo pasar. Teobaldo no se sentó.
–Necesito urgentemente pintura púrpura, maestro –dijo el alquimista.
–Algo tengo, pero no mucha. Es un color caro, como sabes.
–Le pagaré, no se preocupe. Pero démela; me va la vida en ello.
Tan apurado lo vio que el tintorero lo dejó en el comedor y fue a la trastienda. Al rato salió con una vasija precintada. Dentro se encontraba el ansiado color.
–Gracias, gracias, Aaron. No olvidaré este favor.
Volvió a grandes zancadas a su casa y se introdujo en el sótano. Cogió el trozo de metal negruzco que había salido de su fallido experimento y, con minuciosidad, procedió a pintarlo con el color púrpura que el judío le había facilitado. Cuando acabó lo dejó secar; la porosidad del metal había absorbido bien el tinte.
Cerca del mediodía pasó el conde por la barbería. Teobaldo no tenía clientes en ese momento así que cerró la puerta del establecimiento y lo condujo al sótano. Allí, bajo la débil luz de un ventanuco y de una única lámpara, mostró al conde su realización. Este lo observó con detenimiento, lo palpó, lo sopesó y lo volvió a dejar donde estaba. Después guardó silencio…
–¡Eres un genio, Teobaldo! ¡Qué gran descubrimiento has hecho! ¡Nos vamos a hacer ricos! –dijo abrazándolo.
–Me alegra que esté satisfecho. Pero ahora necesitaría algo más de plata para continuar –dijo Teobaldo.
–Me lo figuro, toma esta bolsa –dijo el conde dándole una suculenta bolsa llena de monedas de plata.
–Dentro de unos días, puede pasar a llevarse este trozo y lo que resulte de los nuevos experimentos.
–¿No me lo puedo llevar ahora?
–No, aún no, debo tratarlo con un aceite especial para que no pierda brillo.
–De acuerdo, dentro de dos días volveré.
Esa tarde, Teobaldo pasó por casa de Aaron y le pagó las tinturas que le había proporcionado. Al amanecer del día siguiente, ensilló su mula y salió por la puerta principal sin saber hacia dónde se dirigiría; su destino estaría lejos.

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6 comentarios

  1. 1. Noemi dice:

    Hola José M. Fernández: Me interesé por tu cuento porque trata de la misma materia que el mío: la alquimia. Un tema fascinante ¿No es cierto? Me gustó mucho el cuento del ingenioso Teobaldo, un personaje digno del Infante Juan Manuel o del Arcipreste de Hita. Está muy bien ambientado y el tono es consecuente, un poco denso al principio pero se desarrolla agilmente sobre todo a partir del diálogo con Araon el tintorero otro personaje simpático.El final es original y divertido ¡un broche de oro!
    Saludos

    Escrito el 18 noviembre 2018 a las 19:10
  2. 2. Dante Tenet dice:

    Hola Jose:
    Me ha guarado tu relato.
    Lleva muy bien la accion.
    El final me parece un poco forzado.
    Quizas desarrollar un poco mas pq el purpura entusiasmo al conde, no se
    Me dejo con ganas de mas.
    Nos estamos leyendo.

    Escrito el 18 noviembre 2018 a las 19:29
  3. 3. Ofelia Gómez dice:

    Hola José
    Me ha gustado tu relato.
    La alquimia, tal vez la Edad Media… y Teobaldo tratando de lograr la fórmula.
    No entendí por qué usó pintura púrpura para simular plata, pero debo ser yo y no tú.
    Me pareció bueno el final. Pensé que Teobaldo fundiría las monedas de plata para dárselas al conde y salvar su vida. Nada de eso, fue más ingenioso y huyó con el dinero.
    Felicitaciones. Buena historia.
    Saludos

    Escrito el 19 noviembre 2018 a las 22:03
  4. Gracias por vuestros comentarios. Me alegra que os haya gustado. Ofelia tienes razón en lo del color púrpura, porque primero pensé en algún color gris, pero me pareció más literario el púrpura. A fin de cuentas era alquimia…

    Escrito el 20 noviembre 2018 a las 09:49
  5. 5. dopidop dice:

    Buenas José M.

    Paso por aquí para devolverte la visita y con una gran curiosidad.

    Me parece alucinante como dos relatos con el mismo tema y con el mismo título puedan ser tan diferentes.

    Me ha resultado un texto bien escrito, fácil y ameno de leer. Enseguida quieres saber que le pasa a nuestro amigo Teobaldo, es sencillo meterse en su piel y temer la reacción del conde, está muy bien logrado.

    Como a Ofelia me pasa que no entiendo bien cómo la aplicación del púrpura puede confundir al conde, aunque puede ser por la propia luz del sótano o por que como tu bien dices ¡es alquimia!

    El final me gusta, sale ganando, aunque yo hubiera quitado el primer párrafo, ya que no aporta demasiado al relato, y me hubiera explayado más con la última parte.

    Veo que participas en el reto… pero no veo una historia de amor por ningún lado…

    En definitiva, me ha gustado, y me alegro de que la casualidad de nuestros títulos me haya llevado a leerte.

    ¡Un saludo!

    Escrito el 22 noviembre 2018 a las 10:35
  6. 6. Josè maría dice:

    Hola Jose M.Buen relato sencillo y fácil de leer y entender que aunque no fuera su intención ,el pobre barbero se la pego al conde ambicioso se puede asta poner moraleja como a un cuento .La avaricia rompe el saco….Felices fiestas y nos leemos en enero ,mi relato es el 65 es mi primer relato en el taller y publico

    Escrito el 7 diciembre 2018 a las 17:58

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