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Ana y el infinito - por Luciano Sívori

Web: https://www.facebook.com/sivoriluciano

Durante mi infancia en La Plata conocí a un hombre sin rostro. Sucedió una noche, durante la feria anual que se armaba en la Plaza Moreno. Cada año se llenaban calles enteras con atracciones y juegos, disfraces y artistas. Era un 23 de octubre y acababa de cumplir catorce años.

Mis padres trabajaban de día, así que solíamos llegar después de comer, como a las 21 hs, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche. La carpa de la atracción menos visitada de todas estaba siempre allí, pero yo elegía esquivarla. Ese día mi hermano menor me desafió a entrar, alegando que me asustaba el Hombre sin Rostro. En mi ciudad vivía el brujo Manuel, que hacía milagros. Lo visitaba seguido con mis amigos, ¿por qué iba a asustarme, entonces, un fenómeno de circo?

Con un coraje inusual en mí, toqué la puerta pero nadie me contestó. Corrí las cortinas y pronto brotó de adentro un perturbador olor a humedad, una esencia compacta que se había concentrado adentro. Unas ligeras cortinas color damasco ocultaban las ventanas. La débil iluminación provenía de un foco en el centro, y debajo de él… un hombre en una silla. Tenía una barba prominente, y piel que chorreaba de su frente, tapando ojos, nariz y la parte superior de la boca. Le hablé. Creo que dije algo así como “Hola, Sr. sin Rostro”. “Hola, Ana. Gracias por venir”, me contestó, haciendo que mi corazón diera un vuelco.

Pensé en dar media vuelta y salir corriendo, pero mis pies no respondían a las órdenes que enviaba mi cerebro. Estaba congelada. El Hombre sin Rostro se levantó de la silla y dio unos pasos hacía mí. Al no tener cara, el señor carecía completamente de sentido del ritmo. Se apoyaba sobre un bastón y caminaba con un andar pesado… como si cada pie tuviera que pedirle permiso al otro para avanzar. Su voz era gruesa y áspera, y juntaba las palabras como haciéndolas desfilar en estampida. Tendría unos 30 años, pero parecía de 60. Su piel estaba arrugada y más pálida de lo normal, seguramente porque rara vez se exponía al sol. Aun así –si no fuera por su rostro– sería difícil diferenciarlo de un ciudadano común y corriente.

Se detuvo a un metro de mí: “Vas a vivir eternamente Ana”, me dijo. “Algún día, vas a cambiar al mundo”. Sus palabras me pusieron la piel de gallina. Fue demasiado para mí. Debo haberme desmayado o algo, porque solamente recuerdo despertar entre la suavidad de mis sábanas, al día siguiente. Tomé mi mochila y caminé apresuradamente hasta la feria. No había muchos adultos esa mañana. Un pibe en la máquina del gancho intentaba tomar un reloj (mientras su novia creía, ingenuamente, que buscaba el osito de peliche). Otro tiraba petardos en medio de la calle y algunos abuelos nostálgicos paseaban perros. La feria del Hombre sin Rostro seguía allí, pero no entré.

El tiempo pasó rápido como una tormenta de verano. Cuando crecí viajé por el mundo. Vi la guerrilla de Guatemala cara a cara, y paseé por las zonas más pobres de la India. Mi viaje me llevó hasta Panamá donde, con el tiempo, comencé una ONG que impulsa el desarrollo a través del arte y la creatividad. Recién empieza, pero creo que va a ser algo grande. A veces pienso que algo guía mi memoria hacia aquello que necesito volver a recordar. Mi encuentro con el Hombre sin Rostro suele ser una de esas cosas. A veces se me ocurrió pensar que es un hombre afortunado. No puede ver la pobreza ni las guerras en las noticias, tampoco experimenta la corrupción del mundo o la injusticia. Supongo que con el tiempo me di cuenta: no era él el fenómeno, sino todos nosotros. Lo que realmente me asustaba era la posibilidad de que el enigmático personaje pudiera, finalmente, ver el mundo en el que vivimos y se sintiera decepcionado.

Una vez leí que se había ido de la feria anual de Plaza Moreno. Algunos decían que se había cansado de ser discriminado, y otros –más esperanzados– que había decidido vivir su vida. Una noche soñé (o quizás recordé) que mi charla con el Hombre sin Rostro continuaba:

– ¿Cómo hago para vivir eternamente?
– Trascendiendo – me respondió –. Son pequeños granos de arena que vamos aportando para hacer, del mundo, un lugar mejor. Cuando lo hagas, en ese momento te juro: vas a ser infinita.