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Utilizar solo en caso de incendio - por Daniel CallejaR.
Web: https://debusquedasylocuras.blogspot.com
Llevo días encerrado en la mansión de mi ocasional jefe, trabajando en la isla de edición pegada a la cocina auxiliar. Pretende comprimir 14 horas de película en un largometraje “normal”.
«Confío en tu criterio» dijo el muy maldito antes de partir rumbo al crucero en el que marcharía a recorrer el mundo con su joven amante. Dos meses apenas le había durado el luto por la extraña muerte de esposa.
El muy hijo de puta me dejó trancado en su casa, alejada al menos un kilómetro del vecino más cercano. Sin teléfono ni internet «para evitar distracciones». Mi celular es un trasto inútil, incapaz de captar señal en este lugar perdido en el medio de la nada.
Por supuesto, el lugar es enorme, cómodo y seguro. A prueba de ladrones, pero también a prueba de fugas. Abastecido de comida y bebida para seis meses con un contrato de solo dos.
Aún así, siento que soy un esclavo. Eso me pasa por no leer la letra chica de los contratos. Todo estaba especificado ahí. Hasta la prohibición de fumar dentro de la casa. Hace días terminé mi ultima cajetilla y la abstinencia comienza a hacerse insoportable. Trato de no pensar en eso. La mente me lleva a nuestra charla previa a la firma.
—Está película tiene que dejar huella en la historia del cine. Es mi legado. Quiero mi nombre junto a todos los grandes del cine mundial. A mi edad ya no hay tiempo para más intentos. Por eso contrato al mejor editor —dijo lisonjero. Y yo me lo creí.
Llevo muchos años en el negocio y he ganado varios primeros premios. He trabajado con los mejores directores. Grandes de verdad. Y luego llega este viejo millonario y me dejo engatusar.
Imposible hacer algo decente con el material grabado. Horas y horas de pura basura.
Al hacer una edición, lo normal es elegir que dejar de lado para lograr un metraje adecuado. Una tarea difícil. En este caso, imposible. El problema es que debería descartar todo el material.
Muero por un cigarrillo. Doy vuelta la casa (las partes a las que puedo acceder) buscando sin encontrar nada. Solo una caja de cerillas imposible de abrir, con una curiosa inscripción: “Utilizar solo en caso de incendio”. Una estúpida broma.
Escucho ruidos afuera. Salgo corriendo al patio a tiempo de escuchar un auto alejarse. Podría haber conseguido un cigarillo. No puedo ser tan bobo. Encerrado sin chance de salir y solo soy capaz de pensar en mi maldito vicio y no en pedir que llamen a la policía. Ese contrato no puede ser legal.
Hay un paquete en el cajoncito del portón. Un cartón de cigarrillos y una carta de mi jefe.
«Recuerda fumar afuera y no me des las gracias». Trata de evitar mi ansiedad, pero igual se lo agradezco.
Abro una cajetilla con manos temblorosas, me llevo el cigarrillo a la boca y maldigo. Mi encendedor está atascado. Todavía tengo recursos. La cocina tiene encendido electrónico. Tan fácil como prender una hornalla. Me inclino con el cigarrillo en la boca, tan apurado y torpe, que me quemo el labio y la causa de mi desesperación cae en medio las llamas. Me quemo los dedos al querer tomarlo. ¡En lugar de apagar esa hornalla enciendo otra! Grave error. Mi camisa toma fuego, la tiro sin mirar y cae sobre una pila de papeles en la mesada. No pego una. En lugar de sacar la camisa volteo el botellón de güisqui, esparciendo alcohol por toda la pieza hacia la isla de edición.
El fuego está fuera de control. La alarma suena, pero los aspersores se niegan a expeler el agua.
Salgo al patio desesperado, rogando que el espacio sea suficiente para no intoxicarme con el humo.
De repente, todas las puertas se abren solas y consigo ganar la calle. A lo lejos se escuchan las alarmas de los bomberos. La alarma estaría conectada a la central, supongo, al igual que el desbloqueo de las puertas. Me alejo un centenar de metros para dejar los accesos libres.
Lo pienso mejor y sigo caminando. ¿Para qué quedarme? Yo no soy bombero. Aún tengo los cigarrillos en el bolsillo trasero del pantalón. En cuanto me cruce con alguien pediré lumbre. Algo abulta en mi bolsillo delantero. La estúpida caja de cerillas con su irónica consigna.
Pero, ¿y sí…? ¿Por qué no? Con probar no se pierde nada.
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