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El guardián del último viaje - por Ricardo S.
Los gritos del viento y el crujido del mástil roto fueron lo último que escuchó antes de que el mar lo reclamara. Cuando abrió los ojos, la luz le quemó las pupilas y la lengua era una piedra reseca dentro de su boca. La arena se le había pegado al rostro como una segunda piel. Durante largos minutos solo pudo respirar, jadeando como un pez varado. Luego, poco a poco, se incorporó.
Estaba solo. El mar brillaba detrás de él, tranquilo e indiferente, como si no acabara de engullir un barco y a toda su tripulación. No había restos de madera, ni velas rotas, ni cadáveres. Solo la playa y una isla silenciosa que no aparecía en los mapas.
Nebamon, comerciante de incienso del Alto Egipto, sabía que no debería estar vivo. Lo había perdido todo: su cargamento, su barco y, sobre todo, a Hori, su hijo muerto hacía tres lunas por una fiebre traicionera que se lo llevó en menos de una noche. Desde entonces, su alma se había vuelto un peso muerto, y cada paso que daba era un arrastrar de cadenas invisibles. Había tomado la ruta marítima como quien huye del mundo. Ahora, la corriente lo había arrojado a esta isla extraña, como si le dijera: aquí termina tu viaje.
Caminó sin rumbo, desorientado por el sol y el cansancio. Fue entonces cuando las vio: huellas. No humanas. Grandes, ondulantes, como si una criatura gigantesca hubiese reptado por la arena. Las marcas eran recientes, profundas, con surcos en forma de escamas. Se hundían hacia el corazón de la isla, entre arbustos resecos y árboles torcidos por el viento.
Durante horas caminó tras las huellas, internándose en la espesura. Solo el murmullo lejano del viento y su respiración. Entonces la vio. Una serpiente colosal, negra como la obsidiana, enroscada sobre sí misma. Tenía los ojos cerrados, pero Nebamon sintió que lo percibía. Nebamon cayó de rodillas, no por miedo, sino por una paz súbita, inexplicable. Desde la muerte de su hijo, no había sentido más que vacío. Pero allí, ante la criatura, sintió un calor en el pecho, leve pero real. Como si el alma de Hori aún estuviera cerca.
La serpiente abrió los ojos. No habló, pero Nebamon sintió un pensamiento nítido dentro de su mente.
—Has cargado el luto como un ancla —dijo la serpiente en su pensamiento—. Pero has seguido las huellas. Aún puedes elegir.
El comerciante intentó hablar, pero solo salió un susurro:
—¿Qué elección?
La criatura giró y comenzó a deslizarse hacia la espesura. Por donde pasaba, el suelo ardía levemente, sin consumir. Caminaron así durante días. Cada noche, Nebamon dormía bajo los árboles torcidos, soñando con su hijo. La serpiente no hablaba más, pero Nebamon entendía. Estaba siendo puesto a prueba. No por su fuerza ni su habilidad, sino por su capacidad de soltar. De perdonar a la vida. De encontrar paz. Finalmente, llegaron a un acantilado. El mar se extendía abajo, oscuro como la noche. La serpiente se detuvo. Sus ojos centelleaban.
—Este es el borde entre lo que fuiste y lo que puedes ser —transmitió—. El fin de tu viaje no es la muerte. Es el regreso.
Nebamon sintió un nudo en la garganta. No quería volver. El mundo allá afuera estaba lleno de recuerdos. De vacío. De ausencia. La serpiente giró su cuerpo, y con su cola trazó un círculo perfecto de fuego a sus pies.
—Pisa dentro —ordenó.
Nebamon dudó. Pero luego entendió: el luto era el precio del amor, pero también era una puerta. No podía cambiar el pasado, pero podía aprender a caminar con él. Entró en el círculo. El fuego lo envolvió, cálido y silencioso. Todo se volvió luz. Despertó en una barca pesquera, a la deriva.
—¡Está vivo! —gritó una voz—. ¡Por Ra, está vivo!
Un pescador lo sacudía suavemente. Nebamon abrió los ojos. Estaba en el delta, cerca de una aldea, sin embargo todo era ya distinto. El dolor seguía allí, sí, pero ya no era una herida abierta. Era una huella. Una marca cálida. Un recuerdo que no quemaba, sino que iluminaba. Se incorporó lentamente, agradeció con una mirada y caminó hacia el horizonte, sin mirar atrás. Sabía que había estado en una isla fuera del tiempo. Que había seguido el rastro de fuego de un guardián silencioso. Y que, en ese lugar sagrado, había dejado su luto. No para olvidarlo, sino para transformarlo.
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