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Lenguaje del alma - por AmadeoR.
Lenguaje del alma
En la madrugada de un sábado con buen tiempo, Chester llega al club náutico donde guarda su velero recientemente adquirido, con intenciones de practicar nuevas técnicas de navegación y decide llegar hasta la isla Britel, más bien un islote selvático y regresar al atardecer.
Antes de subir verifica que el bolso contiene todo lo necesario para abrigarse, alimentos suficientes, botiquín de primeros auxilios y otras menudencias. Leva anclas, orienta el velamen y sin problemas enfila hacia el destino prefijado. El viento es suficiente para una navegación tranquila. Ante un hermoso paisaje, Chester rememora su adolescencia, repasa su estada en la universidad como ayudante, planea un encuentro definitivo con su novia y se promete asistir al cardiólogo para el control periódico. Ve la isla ya cercana y nota que el barlovento es más potente que cuando salió, entonces se prepara para la llegada y amarrar. Pero minutos después encalla por la marea baja y su poca experiencia. Pierde su pasividad. Nervioso, lo amarra al tronco de un árbol y decide pasear por el islote, haciendo “tiempo”, tal vez hasta el domingo a mediodía cuando la marea haya subido.
Le encanta participar del paisaje con flores multicolores, arbustos con hojas simétricas, helechos trepadores y césped disperso. En ese caminar descubre una huella que por la forma, la imagina de un animal no muy grande, tal vez de un perro y, curioso como es, la sigue. A unos cincuenta metros se sorprende al ver un perro muy lanudo, de color negro azabache puro. Le llama la atención su posición cabizbajo y al acercársele, lo escucha gemir con dolor al lamer a un perrito tendido inmóvil en el suelo. «¿Muerto?», se pregunta mudo. El perro levanta la cabeza, entrecruzan las miradas mientas Chester duda «¿Está de luto por la muerte de su hijito?» y una congoja lo invade y lagrimea.
Da unos pasos, se acerca y lo acaricia, el perro lo vuelve a mirar y mueve la cola, tal vez, en agradecimiento por acompañarlo en ese triste momento. Chester se sienta al lado, lo abraza y el animal que parece retribuirle, se recuesta sobre una de las piernas de su nuevo dueño, quien feliz le propone mentalmente invitarlo al velero a pasar la noche. Le hace señas y caminan uno a la par del otro, llegan, suben al velero y Chester le ofrece agua en una cacerola y el perro bebe gustoso.
Piensa en un nombre original para “bautizarlo”, pero le cuesta encontrar uno. «Ya lo encontraré», deduce a la par que para cocinar algo, la posibilidad sería una sopa con los pocos elementos disponibles. Prepara lo necesario y cuando toma la caja de cerillas para encender el braserito, lee, entre cuadrados y rombos formados por dibujos de cerillas coloreadas, un curioso escrito: «CERILLAS de ébano: madero negro y espiritual», y sonriente, vocaliza en voz alta «Ébano». Al instante, el perro que estaba en el piso a su lado, se para y mueve la cola como si aceptara ese nombre. Chester se sienta en el piso y lo abraza con amor.
Duermen, uno en un catre y el otro sobre una manta bajo la mesita. De mañana, Chester lo despierta con un «Arriba Ébano, arriba… Ya nos vamos». Ébano ladra con cariño y parado agita la cola. Bajan del yatecito, pasean por el islote, corren juntos, juegan como angelitps y, agotados, regresan. Chester despliega las velas y zarpa con normalidad. Cómodos, contemplan el horizonte a la par de que las olas los hamacan en soñolientos vaivenes.
En un momento Chester lo mira y le habla:
—Has perdido un hijo. Sé que el dolor duele, lo sé por experiencia. Tendrás otros. Yo me ocuparé.
Ébano lo contempla con ojos brillantes y le responde con un ronroneo amoroso.
—Sí, amigo mío. Yo también tendré hijos. Sí.
Ébano, se para en dos patas para alcanzar la mano del Capitán y la lame.
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