<< Volver a la lista de textos
Cerillas para un alma en luto - por CLAUDIA AVILA VARGASR.
Hoy amanecí distinta. Tal vez más sentimental, dirán algunos, o más humana, me digo yo. El frío se cuela por las rendijas y me obliga a buscar un poco de calor. Prendo una vela, como en esos días en los que me niego a encender luces artificiales porque necesito que algo sencillo, me abrace. Abro el cajón donde siempre guardo mi caja de cerillas. Al tomarla, noto una inscripción que nunca antes había leído: "La vida está llena de huellas. Llena de personas que quieren transformarla. Sé tú una de ellas."
El alma se me llena de preguntas, de reflexiones, de dolores que he ido postergando por el afán diario. A veces siento que estamos de luto… no por un ser querido, sino por nosotros mismos. Estamos de luto por la otredad, por la cercanía, por la ternura, por el asombro.
Nos convertimos en islas. Caminamos por las escuelas, los pasillos, los patios, y no nos saludamos. Parecemos zombis conectados a cables, celulares, dispositivos que nos absorben. Llegamos, trabajamos, entregamos productos, pero no nos miramos. No nos sentimos. No nos tocamos. Y lo más preocupante: no nos dolemos por el otro. Hemos olvidado el valor de la comunidad.
Sí, hoy escribo desde el luto. No de la muerte física, sino del desarraigo. Del olvido. De la negación del otro. En esta época en que la "innovación" se ha convertido en bandera, olvidamos que muchas de esas ideas ya existían en las escuelas rurales, en manos de maestras y maestros que con recursos mínimos hacían magia. Hoy, se les llama “cultura maker” o “metodologías activas”, y se les vende como novedad. ¿En qué momento decidimos ignorar la sabiduría de quienes educaban con el alma y no con dispositivos?
Estamos en luto porque la historia que pudo haberse contado desde la sabiduría del hacer pedagógico se invisibiliza. Porque no se reconoce el valor de esas prácticas que nacieron del amor, de la necesidad, de la humanidad. Y eso duele.
En casa también somos islas. Cada habitación con su propio televisor, cada miembro con su pantalla. Nos comunicamos más con aparatos que con abrazos. Padres que prefieren colegios lejanos y con jornadas extensas para tener menos tiempo con sus hijos. Hijos que aprenden a hablar con una tablet antes que con su madre. Vivimos una desconexión emocional profunda.
Y yo, hoy, sólo quería un poco de calor. Un respiro. Un momento de silencio para sentir. Para dolerme. Porque sí, me duele. Me duele que la alteridad se extinga. Que no importe si el maestro del salón de al lado está triste, o si la estudiante de primero viene con los ojos llorosos. Me duele que, en nombre de la productividad, hayamos olvidado el cuidado.
A veces siento que resistir desde la ternura, desde el amor, desde el abrazo, se ha vuelto un acto de rebeldía. Pero quiero seguir rebelándome. Quiero que mis huellas no se borren. Que mi presencia sea también una forma de sanar el mundo.
Prendo la vela. La llama danza como si supiera lo que estoy sintiendo. Y pienso en esa pequeña inscripción de la caja de cerillas. Una simple frase que me sacudió el alma. Me recuerda que no todo está perdido. Que aún hay quienes queremos transformar la vida desde lo humano. Que aún hay manos dispuestas a abrazar, corazones listos para escuchar y miradas capaces de reconocer al otro.
Deja que te duela lo que tenga que doler, me repito. Que eso que tengo en el pecho encuentre la forma de salir. Que el dolor pase. Que el luto se transforme en siembra. Que me mire en el espejo y vea el reverdecer. Ámate, abrázate, cámbiate, me digo. Porque cuando tú cambias tus maneras, también les brindas a otros la posibilidad de hacerlo. Ser tú, auténtica, hermosa, humana… es también permitir que otros lo sean.
No sé cuánto tiempo me quedo ahí, mirando la vela, dejando que esa llama encienda no solo la cera sino mi alma. Pero sé que cuando apague la vela, algo habrá cambiado. Yo habré cambiado. Tal vez haya comenzado a salir del luto. O tal vez sólo haya aprendido a habitarlo con dignidad, sin dejar que me consuma.
La vida sigue. Pero no quiero seguirla en automático. Quiero vivirla con conciencia, ternura, con la certeza de que aún es posible dejar huellas en medio de tanto ruido. Es posible, aunque estemos rodeados de islas, tender puentes con una cerilla encendida.
Ojala quien lea este texto se sienta abrazada por cada palabra.
Comentarios (2):
Antonio
18/06/2025 a las 12:56
Un texto muy emotivo, muy poetico, lleno de ternura como tu te encargas de decirnos, una especie de homenaje a esos antiguos maestros y maestras que con pocos medios y mucha dedicacion dejaron su impronta en nuestra infancia y adolescencia, un poco depre para mi gusto, pero imagino que un desahogo, y con algun matiz lo suscribo.
…pero…esta mas cerca del ensayo, o del articulo de opinion que de una escena o un relato, que es de lo que se trata. Hasta la vista, si te apetece estoy en el nº 46, espero que te guste y te puedas reir un poquito. Saludos cordiales.
Yolanda T
18/06/2025 a las 22:40
Hola, Claudia. Una reflexión que comparto totalmente. Cuanto más avanza la tecnología, mayor es nuestra deshumanización. Y me encanta cómo lo has expresado: con ternura, desde lo más profundo del alma, pero sin demasiado dramatismo ni desesperación. Al contrario, abres una ventana al cambio, a la esperanza.
Sin embargo, estoy de acuerdo con Antonio: parece más un ensayo que un relato.
Y una cosa que no entiendo: si es su caja de cerillas, ¿cómo es que nunca había visto la inscripción?
Buen trabajo.