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Cerillas - por DPAR.

El pasado 20 de julio, el Boeing 747 VIP número 001 con salida desde Miami y destino a Noruega sufrió un accidente de origen todavía desconocido y cayó en algún punto del Océano Pacifico. El viaje era parte de la experiencia de veraneo para grandes empresarios y artistas que había impulsado el país noruego con el objetivo de incentivar el turismo. Todos los pasajeros se habían escogido minuciosamente para maximizar el alcance de la iniciativa. Entre los 36 “afortunados” se encontraban algunos de los miembros más destacados de la industria musical y cinematográfica de EE.UU. y muchos de los “influencers” más influyentes, valga la redundancia, del mundo.

Esta era toda la información que se había hecho pública del asunto que tenía en vilo a medio mundo. Lo que las autoridades de todo el globo todavía desconocían era que los supervivientes del accidente se habían puesto a salvo en una pequeña y remota isla ubicada en medio del océano; una isla que, por su escaso tamaño y nulas cualidades, ni siquiera aparecía reflejada en la mayoría de los mapas náuticos. Los primeros días, los 18 pasajeros que habían conseguido llegar al islote esperaron pacientemente en la playa, con la esperanza de que alguien les rescataría. Al sexto día, famélicos y deshidratados, se dieron cuenta de que debían poner a prueba sus pobres dotes de supervivencia si querían sobrevivir. El día once, Doug Tanaka, famoso actor y compositor japo-americano con más de seis millones de seguidores en Instagram, falleció en extrañas circunstancias. Era el primero de los supervivientes del accidente que moriría en la isla. Durante la noche, y de algún modo que nadie acertaba a aventurar, el pobre Tanaka había sido quemado vivo. El decimosegundo día fue el funeral. Algunos pasajeros, los pocos que habían podido recuperar su equipaje, guardaron luto por el fallecido.

Aunque la causa del incendio era un misterio, la identidad de los autores de la muerte de Tanaka era absolutamente evidente para todos los habitantes de la isla. El día antes de su asesinato, Doug había estado toda la mañana jugueteando con su caja de cerillas bajo una de las palmeras que delimitaban el rudimentario campamento que los supervivientes habían podido improvisar cerca de la playa. La cajetilla, antigua y metálica, tenía una curiosa inscripción en su parte delantera, donde se insertaban las iniciales de la familia en letras doradas. Resultaba casi extravagante: un artículo de absoluto lujo para guardar algo tan pequeño. Aunque en aquel contexto, en la isla, era el artículo más valioso que uno podía poseer. Todos supieron que se avecinaban problemas cuando la estrella del pop Ricky Jackson y su mánager, el magnate Antón Delula, se acercaron a Doug para exigirle de malas maneras que les prestara sus cerillas para encender un cigarrillo. Tanaka insistió en que aquel preciado recurso solo podía utilizarse cuando fuera imprescindible; pero el cantante y su jefe tenían otra opinión al respecto. La tensión entre ellos fue escalando durante todo el día y se extendió hasta el día siguiente. El síndrome de abstinencia había ido poniendo a Ricky y a Antón progresivamente más agresivos, y los insultos y amenazas hacia Doug se habían vuelto constantes.

Lo primero que oyeron los supervivientes de la isla fueron los gritos de dolor. Después, olieron el humo y, por último, sintieron el calor. A escasos metros del campamento, el pobre Doug Tanaka ardía en vida, suplicando ayuda. Los más rápidos corrieron a apagar el fuego, pero ya era tarde: cuando las llamas se extinguieron, el actor y compositor ya había muerto. Unas huellas nada disimuladas trazaban un camino claro desde el lugar del incendio al rincón en que Ricky Jackson y Antón Delula se habían instalado, fingiendo desconocer lo que estaba ocurriendo.

“Se le habrán prendido las cerillas, eso le pasa por avaricioso”. Es lo único que dijeron.

Tras el funeral, durante el escaso banquete a base de bayas y cocos que los supervivientes habían podido preparar para despedir a Doug, algunos de los miembros del grupo vieron a Antón manipular una caja de cerillas para encenderse un cigarro. La inscripción era inconfundible. Con descaro, Ricky se acercó con un cigarro en la boca al señor Delula, momento en el que este, con un semblante absolutamente serio, lo detuvo con un gesto de la mano. “Hay que reservar las cerillas para cuando sea imprescindible”, dijo con gravedad. Ricky lo fulminó con la mirada y se retiró al lugar en el que estaba sentado. Aquello no había hecho más que comenzar.

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