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LA VISITA - por Enzo Farías MolinaR.
Web: http://oscuroblogdelsur.blogspot.com
No me vas a creer quién estuvo acá en la tarde. Sí, Julia. ¿Ya ves cómo finalmente vino? Te dije que tarde o temprano lo haría. Llegó poco después del almuerzo. Tomamos café y fumamos. Conversamos menos de lo acostumbrado. Le conté que no me estaba yendo muy bien con algunos asuntos. Con ciertas cosas molestas y decisiones que—como bien ya sabes—me traen un poco entreverado. No dijo mucho al respecto, principalmente esbozó una mueca, de esas penosas, como de culpa. De esas que brotan desde el alma misma, atraviesan por el estómago, el corazón, y suben por la garganta, cual llanto seco, para acabar floreciendo apenas, mudas, por la comisura de los labios.
—Uhhhh, hace como mil años que no escuchaba esta canción—. Subió el volumen, emocionadísima, y comenzó a cantar usando el control remoto como micrófono. Embobado—pero saboreando algo bastante parecido a una felicidad que también creí haber extraviado mil años atrás—, desde el sofá, me quedé prendado de aquella dulce imagen:
"Give me a reason to love you,
give me a reason to be a woman.
I just wanna be a woman".
Conocía esa escena, desde mucho antes. Había permanecido dormida por algún tiempo, pero jamás dejó de estar trazada, con delicadeza, en las paredes, en los muebles. En cada detalle de la habitación. Y entonces volvimos a cantar juntos, como cuando con mi guitarra, sangrante y distorsionada, acompañaba esta misma canción, mientras ella, con un cigarrillo consumiéndose entre los dedos, al más puro estilo de Beth Gibbons, vomitaba, uno tras otro, entre bocanadas, cada doloroso verso.
—Estás pálido, blanco como papel—me dijo. —Pareces un fantasma. Sonrió con la levedad de quien conoce todas las respuestas. Aun así, contesté que no pasaba nada, para no preocuparla. —¿Cómo puede estar tan fría la casa? Se acurrucó sobre mi hombro, la abracé y nos quedamos así un largo rato, en silencio, solo acompañados por el ruido de la calle una vez que el disco dejó de girar en la tornamesa. Se sentía bien estar así de nuevo. Qué ganas de haber congelado el instante. De haberme quedado arrimado por una eternidad al calorcito dulzón de la sangre y su bullir, en tanto esta, no dejara de repartir vida hasta el más apartado rincón de mi cuerpo, ahora, todo estremecido.
Fue entonces cuando al fin lanzó la pregunta que había venido a hacer:
—¿Ya tienes un plan? Respondí que aún no, pero sí, estaba pensando mucho en eso. —Quédate tranquilo, todavía tenemos algo de tiempo. Pero no te vayas a olvidar—. Se calzó el abrigo, ese mismo de color verde oscuro que me gustaba tanto, y que siempre le quedó tan bien. Fue cosa del momento, pero no pude evitar acordarme de aquella tarde que, de la nada transformamos en noche profunda, a fuerza de inagotables charlas y un inédito paseo tomados de la mano desde el Parque Portales hasta República con la Alameda, buscando un lugar donde comer lo que fuera. A esas alturas, cualquier cosa serviría para calmar el hambre. Más temprano, me habías disparado a quemarropa una frase de Calamaro, que cada cierto tiempo regresa como la bruma, melódica y certera, para hacerme sonreír. Poco antes de partir, mientras se acomodaba el cabello, me dijo:
—Toma todo esto como un acto de justicia, no de venganza. Esta última solo te nublará el entendimiento—. Salió dejándome un beso clavado en la frente y un sentimiento de derrota y hielo, solo comparable con el vacío brutal que conocimos aquella mañana del 2003, cuando el invierno nos mostró su peor cara en las cortinas del baño.
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