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El fantasma corporativo - por SILVIA ANGULO
En todas las empresas existe uno: esa persona que parece estar, pero en realidad no está. Su nombre figura en los correos, su foto aparece en los organigramas y, sin embargo, su presencia real es tan ligera como el humo. No participa activamente ni se involucra demasiado, pero a veces aparece.
Por lo general, domina el arte de la apariencia: sabe cómo, cuándo y dónde mostrarse, y también cómo pasar inadvertido si la situación lo exige.
No es necesariamente un mal trabajador; todo lo contrario: cuando quiere y se pone, puede ser el mejor. Eduardo lo había demostrado sobradamente. Pero últimamente se había convertido en un recordatorio silencioso de que estar presente no siempre significa estar aportando. Así era él.
En aquella empresa que ahora lo maltrataba y lo ignoraba, había sido una persona importante y un referente para muchos. Pero después de aquel incidente, todo cambió.
Desde que la dirección de la compañía cambió y su nombre apareció en la lista de los defenestrados, se convirtió en uno de ellos: en un fantasma corporativo. Pasó de tener un despachito iluminado en la planta noble a ser trasladado al archivo histórico, con la excusa de ser uno de los más antiguos. Le vendieron la idea de un proyecto en el que podía aportar su amplia experiencia y su memoria histórica, pero en realidad era una forma de no despedirlo y seguir pagándole un pastizal.
Estaba claro que el director financiero no estaba dispuesto a hacerle ninguna concesión, y más aún sabiendo que su enemistad era pública.
A Eduardo le costó tiempo asimilar el golpe que hizo temblar su autoestima y la imagen social que le había dado su posición. Pero un buen día resurgió de entre sus cenizas y empezó a tramar un plan. Sería una venganza lenta, pero se expandiría como una gota de aceite que pringaría todo y a todos.
Durante meses se dedicó a buscar todo tipo de detalles que destaparían la trama de corrupción, hasta que los trapos sucios salieran a la luz. Poco a poco fue recopilando información del director financiero —que menudo imbécil era—; de los de recursos y talento —tan falsos e inhumanos, con ese buenrollismo postizo—; y de los del departamento jurídico —que más que trabajadores parecían un grupito de amigos, a cuál más estirado y prepotente—.
La información que guardaba cuidadosamente en su casa era una bomba de relojería que, tarde o temprano, les explotaría en la cara. Se iban a enterar de que con él no se juega.
Eduardo no estaba solo. Tenía de su lado a todo el departamento de comunicación y prensa, al comercial en pleno —incluida la mayor parte de las delegaciones de la ciudad— y a alguna secretaria de dirección.
Durante sus momentos de gloria también se había ganado la confianza y amistad del equipo de recepción y control de accesos, de manera que tenía información actualizada sobre quién entraba y salía de la corporación de estética con más fama del país.
Ser metódico y, en cierta manera, controlador le había servido de mucho, especialmente ahora, en su búsqueda de documentos. Cada mañana seguía minuciosamente las órdenes que le mandaban desde arriba con la máxima rapidez, para luego dedicarse a lo suyo. Lo tenía todo tan bien estudiado que incluso contaba con un plan B, por si en algún momento le hacían una visita imprevista. Siempre tenía que parecer que estaba trabajando.
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