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EL CANDADO DE LA TORRE - por PROYMAN1R.
Conozco este lugar y el olor a incienso y polvo antiguo llenaba la habitación. Las cortinas, de terciopelo carmesí, dejaban pasar una luz mortecina que teñía todo de un tono ámbar, como si el tiempo se hubiese detenido dentro de aquel lugar. Sobre la mesa redonda, cubierta con un mantel negro bordado con símbolos dorados, reposaba una baraja del tarot gastada por los años.
Dorotea observaba las cartas con cierta reverencia. No era creyente de las artes adivinatorias, pero aquella baraja pertenecía a su abuela, una mujer que había muerto hacía pocos meses y que en vida se había ganado la fama de “bruja buena” en el pueblo. Desde niña, Dorotea había visto a su abuela leer el destino de los demás con esas cartas, siempre acompañada de un murmullo de palabras que parecían flotar entre lo real y lo mágico.
Ahora, la baraja estaba en sus manos, junto con un pequeño cofre de madera cerrado con un candado oxidado. No había encontrado la llave por ninguna parte, solo una nota escrita con la letra firme y elegante de su abuela:
“Abre este cofre solo cuando la Torre te lo indique.”
Durante días, Dorotea había resistido la tentación de abrir el cofre a la fuerza. Pero aquella noche sintió un impulso irrefrenable de consultar las cartas.
Encendió una vela blanca, se sentó frente a la mesa y barajó las cartas con cuidado. Extendió las cartas en abanico y, con un leve temblor en la mano, escogió tres.
La primera fue El Loco: el comienzo del viaje, la inocencia, el salto al vacío.
La segunda, La Luna: los engaños, los sueños, lo que se oculta.
Y la tercera… La Torre.
Recordó la nota de su abuela.
—La Torre… —susurró—. Es ahora.
Tomó el cofre entre sus manos. El candado era pequeño, con forma de corazón, y tenía grabado un símbolo que no reconocía: una espiral que terminaba en una estrella.
Dorotea lo acercó a la luz de la vela, Luego, con un leve chasquido, se abrió por sí solo.
Dentro del cofre había varias cosas: una pequeña llave dorada, una carta doblada y una piedra translúcida que reflejaba la luz en mil tonos.
Abrió la carta y leyó:
“Querida Dorotea:
Si estás leyendo esto, es porque la Torre ha caído para ti. No temas.
Esta llave abre algo que pertenece a tu destino. La baraja no predice el futuro, lo revela. Usa las cartas para recordar.
Con amor,
—Abuela.”
Dorotea sintió que algo se removía dentro de ella, una mezcla de curiosidad y miedo.
Buscó en la caja algún indicio más, pero no encontró nada.
Una noche, bajó al sótano de la vieja casa. Allí, entre baúles y muebles cubiertos con sábanas, vio algo que no recordaba haber notado antes: una puerta pequeña al fondo, de madera ennegrecida, con un candado idéntico al del cofre.
El corazón le latía con fuerza. Sacó la pequeña llave dorada del cofre y la introdujo en el candado. Giró suavemente, y el clic resonó como un suspiro liberado.
La puerta se abrió con un gemido. Detrás había una habitación diminuta, casi un santuario. En el centro, sobre un pedestal, descansaba otra baraja del tarot, más antigua aún que la de su abuela. A su alrededor, símbolos pintados en el suelo formaban un círculo protector.
Dorotea entró despacio. En cuanto tocó la baraja, una corriente eléctrica recorrió su cuerpo. Vio imágenes como relámpagos: su abuela joven, vestida con un manto azul; un grupo de mujeres reunidas bajo la luna llena; una niña —ella misma— recibiendo una carta de manos invisibles.
Cuando la visión se disipó, Dorotea comprendió. Su abuela no le había dejado un juego de cartas, sino una herencia espiritual.
El tarot, el cofre, el candado… todo era parte de un mismo ritual de transmisión. La Torre había caído, sí, pero no en sentido literal.
Esa noche, Dorotea volvió a la mesa del salón con las dos barajas frente a ella: la de su abuela y la que había encontrado tras la puerta.
Sacó tres.
La Sacerdotisa, La Estrella, El Mundo.
Sonrió. Ahora comprendía el lenguaje del tarot. No se trataba de adivinar, sino de escuchar.
—Gracias —dijo Dorotea en voz baja.
Entonces tomó el candado, lo cerró y lo guardó en el cofre vacío. No lo necesitaría más. La puerta estaba abierta, y no solo la del sótano.
Porque en el fondo, la verdadera Torre que había caído era la que llevaba dentro de sí misma.
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