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Mejor no preocuparse por nada - por Karin UrdialesR.+18

Web: https://urdialeskarin.blogspot.com

Conozco este lugar y quiero creer que es una urbanización segura y tranquila, pero a veces me asusto y no puedo evitar preocuparme por lo que le pueda pasar a mi hijo de ocho años si me veo obligada a dejarlo solo durante un rato, así que cuando llego esta tarde a casa dos horas más tarde de lo previsto —por culpa de la inepta de mi jefa y de sus errores de cálculo— y me encuentro con la llave puesta tal cual en la cerradura de la puerta de la calle, me da un vuelco al corazón.
—¡Eduardo! —grito.
Pero Eduardo no me responde. No está ni en el salón ni en la cocina. Me aterra pensar que se lo hayan podido llevar. Agarro el cuchillo más grande que encuentro en un cajón y subo las escaleras. Me tiemblan las piernas. Cuando llego a su habitación siento un alivio tremendo: Eduardo está recostado en el suelo, apoyado en un codo como si fuera un senador romano, con los cascos puestos y la música a todo meter. El cuchillo se me cae al suelo y Eduardo se quita los cascos.
—¡Mamá!
Lo dice como si estuviera sorprendido de verme. A pesar de lo aliviada que me encuentro no puedo evitar estar muy enfadada con él. No solo por lo de la llave, sino porque a su lado en el parqué hay tres tarrinas de helado ya vacías, una cuchara pringosa y una lata de coca cola —que tiene terminantemente prohibido tomar—, y lo peor de todo, está jugando con mi baraja de tarot, que solo ha podido encontrar hurgando entre mis cosas en mi mesilla de noche. La Justicia está en el suelo manchada de helado de chocolate y me mira con mala cara.
Me hierve la sangre. Esta vez el pequeño Eduardo se va a enterar. Lo agarro y me lo llevo a cuestas por la escalera. Protesta, grita y patalea, pero me da igual. Lo encierro en la caseta del jardín con los azadones, las palas, los rastrillos y demás utensilios de su difunto padre y echo el candado. No puedo permitirme que no aprenda a cuidar de sí mismo, así que esta vez no va a ser una cuestión de diez o quince minutos como en otras ocasiones, sino que se va a quedar encerrado por lo menos hasta la hora de la cena. Va a tener que reflexionar profundamente ahí dentro porque ya sabe que por mucho que grite nadie le va a oír.
Media hora más tarde me encuentro ya mucho más tranquila. He limpiado y secado las cartas y también me he ocupado de las manchas que había dejado el helado derretido en el parqué. Me he fumado un cigarrillo y me he tomado una tila. Ahora que ya me he repuesto del susto y que se me va pasando el enfado lo que quiero es preparar cuanto antes una buena tortilla de patata, que es el plato favorito de Eduardo, para que cuando lo saque de la caseta podamos reconciliarnos, igual que siempre. Pero no hay huevos suficientes en la nevera. Me pongo la chaqueta y me dirijo a paso rápido al supermercado. Son solo cinco minutos y el paseo me va a venir bien. Entonces, cuando estoy cruzando la calle ancha y a punto de llegar, oigo un derrape y veo que se me echan encima unas luces. Y entonces ya no veo ni oigo nada más.

Este lugar no lo conozco. Creo que la figura borrosa y blanca que hay a mi izquierda es una enfermera. Me habla. Me dice que no me preocupe y que todo va a ir bien. Me gustaría preguntarle por qué me duele tanto la cabeza, por qué no puedo moverme y por qué no puedo mantenerme despierta más que unos segundos, y sobre todo me gustaría preguntarle cuánto tiempo llevo aquí, pero parece que no tengo la fuerza necesaria para articular palabras. Me dice que todo va a ir bien y no tengo más remedio que fiarme de ella, pero al mismo tiempo tengo la sensación de haberme dejado algo a medias en alguna parte. Tal vez me fuera de casa sin apagar el gas. No tengo ni idea. En cualquier caso lo mejor, de momento, será dejarse cuidar y no preocuparse por nada.

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