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BALCON DE ABRIL - por Enzo Farías MolinaR.+18
Web: http://oscuroblogdelsur.blogspot.com
Conozco este lugar. Ya vine aquí antes. Pero claro, no puedo decírselo a Ana —esta fue su idea, por mi cumpleaños, la semana pasada—. Mucho menos he de mencionar que aquella vez estuve en esta misma habitación y cama de hotel, pero con otra. Aun por más años que ya hubieran pasado desde ese día, y que esta no fuera más que una muy desafortunada coincidencia. Enciendo un cigarro y con el fugaz destello del cerillo alcanzo a delimitar en la penumbra la frontera exacta que reposa entre su silueta cordillerana, su espalda desnuda y la pared. Parece dormir plácida. Pero no. Me pide, medio aletargada y de no muy buena gana, que apague el cigarrillo, pues yo sé —según ella— lo mucho que le molesta el humo, y que además necesita descansar un poco antes de irse a trabajar. No lo apago, pero opto por salir del cuarto y asomarme al balcón. La brisa de la madrugada casi siempre me calma la sangre, aunque a veces solo consigue contrariarme. No sé bien de qué depende lo uno o lo otro, solo tengo claro, a esta hora, una sola cosa, una duda a la que tampoco voy a encontrarle respuesta en este momento ni en este lugar. Pienso en cómo se vería desde acá mi humanidad reventada en el suelo, nueve pisos más abajo. En qué sentiría o pensaría en los breves segundos que habría de durar el vuelo. Pero, por otro lado, también considero la posibilidad de que, sin querer, con mi caída pudiera dañar a alguien, llevarme por encima a algún transeúnte desprevenido. Eso sí que no. Creo que es por aquella razón que siempre sentí la madrugada como el momento ideal para volar. Pero la buena de Ana no se merece pasar por esto. Ella no.
Aquella vez, la anterior, estuve realmente cerca de saltar. Prendo otro cigarro.
En esa época andaba bastante perdido, abrumado. Fabio, mi hermano mayor, había muerto cinco años antes. Fue un accidente desgraciado, pero evitable, como todo accidente. Tomaba un baño cuando su radio cayó dentro de la tina. Murió inmediatamente. Mis padres lo encontraron chamuscado a la mañana siguiente, al regreso de uno de sus ya habituales viajes. Para ese entonces pasábamos mucho tiempo solos y empecé a detestar quedarme en casa, sobre todo en las noches. Mis ausencias eran directamente proporcionales a las de mis padres. Fabio ya estaba en otra.
Aquella noche salí a reventarme con los muchachos del equipo de fútbol. Nos volvimos locos. Entrada la madrugada, una tropa de punkis de mierda, alcoholizados y drogados hasta la médula —tanto o más que nosotros— se cruzó en el camino con la única intención de fastidiarnos. ¿O fue al revés? Peleamos a lo bruto, en las afueras de una concurrida discoteca. No recuerdo mucho ahora, ha pasado un largo tiempo, además recibí demasiados golpes. Pero algo que nunca olvidé fue haber visto a un gordo enorme en medio de la camorra, como de dos metros de alto, llevaba mohicano y un candado atravesado en la nariz —parecía un toro desquiciado—. Le daba como bombo en el suelo al pobre de Jaimito, nuestro arquero. El resto son solo destellos y cortas imágenes en las que me veo vomitando varias veces y en distintos puntos de la ciudad. Estuvo bastante fea la cosa. La sacamos barata, con apenas algunos cortes y moretones. Pasamos el resto de la noche escondidos en un bar de mala muerte.
Al regresar, la tarde siguiente a casa, encontré a mis padres con el drama en carne viva. Papá, encerrado en su despacho. Mamá, abrazada a su baraja del tarot, esperando a que llegara la tía Juana y le tirara las cartas. Estaba muy obsesionada con eso. ¿Habrá sabido algo desde antes? El asunto es que nunca hablamos del accidente. La desgracia expandida ante mis ojos, con apenas trece cortos años a cuestas. Hasta ese momento no sabía cuánto odiaba a mi hermano. Aun lo odio, incluso más que antes. No hubo alivio en ese entonces. Ahora mismo no lo hay, y francamente, dudo mucho a estas alturas, que alguna vez lo haya. Quisiera tener, al menos un día de paz. Uno solo, y que esos putos ojos de cordero degollado, empotrados a la fuerza en su cara de mierda, no se me aparecieran por todos lados, a cada segundo. En cada mirada enjuiciadora, aun por más ajena que esta sea.
Un último cigarro. La ciudad, inevitablemente, comienza a despertar.
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