Literautas - Tu escuela de escritura

<< Volver a la lista de textos

DIERON LAS TRES - por Guillermo Cédola

Ninguno recordaba haber puesto el candado.
Laura lo descubrió una mañana, en la puerta cerrada del cuarto que había sido de Mara.
Era de acero opaco, pesado, con una hendidura en forma de luna.
Y no tenía llave.
Pasó el día mirándolo. Ninguna mano se acercó al metal.
Al caer la tarde, Elena —la menor, casi adolescente, que apenas recordaba a Mara— preguntó si alguien lo había puesto.
Hubo un silencio largo, y el padre se encogió de hombros.
—Quizá fue alguno de los chicos del barrio —dijo, evitando mirarlas.
Laura lo observó un instante, sin bajar la vista.
—¿Y cómo habrían entrado al patio, si también tiene candado?
El comentario quedó suspendido en el aire, como si la casa escuchara.
Desde el comedor se veía la puerta: robusta, de madera oscura, hinchada por la humedad.
Era la única que no se movía ni con viento.
—Si Mara quiso esconder algo, lo hizo ahí —dijo la madre, sin mirar a nadie.
—¿Esconder qué? —preguntó Laura.
—No sé… sus cosas, sus dibujos.
O lo que la hizo desaparecer.

El aire olía a metal caliente.
Esa noche, el reloj del comedor marcó las tres, y el tic tac pareció venir de adentro del cuarto.
Nadie durmió. La casa se volvió un cuerpo enfermo, con cada habitación respirando distinto.
Elena fue la primera en hablar:
—¿Y si lo pusieron para que no abramos nunca más?
Bajó la voz.
—Tiene las mismas marcas que los nuestros.
El padre levantó la vista, con los ojos hundidos.
—¿Por qué decís eso?
El silencio pesó sobre la mesa, como vapor de café frío.
La madre sirvió el café sin probarlo.
—Si alguien lo puso, fue para protegernos —dijo en voz baja—. O para proteger algo.

Laura se levantó y fue hasta el aparador, sin saber por qué.
Entre las tazas, algo brilló: una carta, apenas visible, como si esperara ser hallada.
No era de ningún mazo común.
Mostraba a un faraón erguido, la mirada fija al frente, un ibis sobre la cabeza.
Abajo, un jeroglífico azul y una sola palabra: REVELACIÓN.
La madre se detuvo a medio paso. Le temblaban los dedos.
—Esa carta era de Mara —murmuró—. La guardaba entre sus cosas; decía que era especial.
Elena se acercó despacio, con la curiosidad nerviosa de quien se convence de no tener miedo.
—Parece que nos estuviera mirando —dijo.
—O esperando —corrigió Laura.
El reloj volvió a marcar las tres.
El sonido brotó del cuarto.

El padre alzó la mano con el martillo, pero la madre lo detuvo.
—Si lo abrimos ahora, no volverá a cerrarse —dijo, sin alzar la vista.
Nadie respondió.
El aire se tensó: a veces un golpe, a veces un suspiro, como si la casa respirara a destiempo.
Laura permaneció junto a la puerta, la carta entre los dedos.
Desde adentro llegó un roce leve, como de hojas moviéndose.
Apoyó el oído y creyó escuchar su nombre.
No era miedo lo que sintió: era vergüenza.
La madre rezaba en voz baja, con la frente hundida entre las manos.
El padre fumaba, con el cigarrillo quieto, sin mirar a nadie.
Elena, entre el sueño y la vigilia, murmuró:
—¿Mara está ahí?
El reloj del comedor volvió a marcar las tres.
El tic tac se mezcló con otro sonido, más hondo, que venía del cuarto.
Laura miró la carta: el faraón parecía inclinarse apenas, como si la reconociera.

Cuando amaneció, la casa olía a óxido y café recalentado.
El candado seguía en la puerta, gris, inmóvil, pero algo en él parecía distinto: esperaba.
Laura tenía la carta entre los dedos.
Elena, con voz de sueño, susurró:
—¿Y ahora?
La madre la miró sin responder.
—Hay cosas que se abren solas —dijo, apenas audible.
Laura acercó la carta al candado.
El metal vibró; un clic suave, y el candado cayó al suelo, exhausto.
La puerta se entreabrió con un crujido lento, como si cediera el tiempo.
Del cuarto salió un aire tibio, espeso, con olor a perfume antiguo y papel húmedo.
En el centro, una silla.
Sobre la silla, un espejo pequeño y, apoyada en él, la misma carta: el faraón mirándolos, con los ojos abiertos.
Nadie se movió.
Laura sintió que la miraban desde el espejo, o desde la carta, o desde algún lugar donde la verdad seguía viva.
Cerró la puerta con suavidad.
El reloj del comedor reanudó su tic tac, acompasado al latido de la casa.
Eran las tres.

Comentarios (0)

Deja un comentario:

Tu dirección de correo no se publicará. Los campos obligatorios aparecen marcados *