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Coya - por OtiliaR.

«Conozco este lugar. En él nací y fue asesinado mi padre», pensó Coya. Apretó la urna contra su pecho y caminó hacia un horizonte de nubes negras, amenazadoras, iluminadas por una tormenta eléctrica. Juró no volver, pero había regresado por amor.
Nació en los cincuenta del siglo pasado, años duros de posguerra. No tuvo suerte con la época, ni con la geografía, Las Hurdes, comarca del norte de Extremadura, aislada por la sierra de Francia. La dureza de esta tierra hacía que las condiciones de vida fueran difíciles y transmitía a sus pobladores esa aspereza en el trato.
Fue la mayor de cuatro hermanas: Gregoria, Salvadora, María y Felipa. Sólo en años. Su cuerpo por genética o por falta de alimentación era mucho más pequeño que el de éstas. En casa pensaron que Gregoria era muy grande para ella y la llamaron Coya.
La madre, Juana, huérfana de guerra, vivía sola en la casa que sus padres construyeron con sus manos, una casa hurdana hecha enteramente de pizarra. Había heredado de su padre, un zahorí, hombre sabio y respetado que guardaba y transmitía las costumbres ancestrales, esa sabiduría popular. Juana también predecía el futuro, tenía videncias y poderes curativos haciendo ungüentos con hierbas y animales; lagartos y culebras que ella cogía. Sabía cuándo hacerlo, tal día, a tal hora, con luna llena y siempre acompañada de sus rezos. Cuando una persona contraía el encontrau porque un animal le había mirado mal, es decir tenía algún tipo de urticaria, ella barría la piel dañada con sus hierbas y la sanaba. La gente, alimentada por la superstición, prefería a la curandera que al médico.
El padre de Coya era un hombre alto y desgarbado que no tenía casi carne en los huesos, de ahí su apodo, el Seco, mucho mayor que Juana y primo de ésta. La costumbre de la zona era casarse entre familiares, siendo el hombre mucho mayor que la novia. Se casaron sin noviazgo ni fiestas.
El Seco trabajaba en la mina y Juana seguía con sus ritos atávicos y pócimas sacando para mal comer. Las penurias aumentaban según lo hacía el número de hijas.
Los padres pronto notaron que el cuerpo contrahecho de Coya albergaba una mente muy fuerte. A los diez años tenía más clarividencia que Juana, dominaba todas las hierbas, hacía conjuros contra el mal de ojo y con su interpretación certera de la baraja del tarot predecía el futuro de la gente. En el pueblo empezaron a llamarle Coya, la Bruja.
A los quince años un hombre de cuarenta y cinco la pretendió, veía en ella un medio de vida, pero Coya veía en él un mal hombre y un mal marido. Así se lo confirmaron las cartas.
Le dijo no. Los padres la apoyaron y empezó el miedo. El despechado metió cizaña y la envidia que estaba aletargada en el pueblo, despertó. Los aldeanos dejaron de requerir los vaticinios de Coya y volvió la necesidad a la familia.
Una noche, regresando a casa padre e hija de ganarse un dinero, les salió al paso el cortejador y violentamente quiso llevarse a Coya. Al defenderla, el padre recibió en pleno estomago el puño del malvado, mientras trataba de incorporarse le soltó otro golpe brutal en la cabeza. Aturdido por el dolor y oyendo los gritos de su hija, no vio venir el empujón definitivo que le hizo caer por el despeñadero. No hubo llanto de la Bruja solo un juramento de venganza. Al amanecer, los lugareños dejaron de escuchar conjuros para encontrar la imagen aterradora de Coya amortajando a su padre en el fondo del barranco y a su lado el cadáver del pretendiente. La gente del pueblo temerosa ante el suceso rumoreaba de ritos satánicos y la familia empezó a sufrir ataques diarios. La noche que golpearon la puerta de su vivienda y rompieron los cristales a pedradas, Juana decidió coger a sus hijas y abandonar la tierra inhóspita que la vio nacer.
Pasaron angustias, inviernos y primaveras. La promesa a su madre la había traído al pueblo y allí estaba, de noche, frente al barranco. Vio las luces diminutas de las casas más cercanas, dejó la urna en el suelo y quitó el candado. Sus ojos acostumbrados a la penumbra, distinguieron en el interior las cenizas de su madre, el tarot, hierbas y sus ungüentos. Con determinación tiró todo por la quebrada donde murió su padre. Los truenos enmudecieron sus pensamientos y la lluvia fiera golpeó su cara. Coya dejó correr las lágrimas.

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