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Para siempre Amelia - por Cristina OtaduiR.

“Conozco este lugar” – pensó Clara, y dejando las escaleras atrás avanzó por el pasillo hasta llegar a la puerta del fondo. Tiró de la manija y abrió: ante ella la magia en suspensión creada por la escasa luz y el polvo, la madera y el techo bajo, los muebles viejos sin cubrir, retirados algunos, amontonados otros.
La vieja casa de la abuela Amelia siempre había tenido para ella un encanto especial. Ahora, tras la muerte de la anciana y sabiéndose única heredera de su legado, estaba allí.
Las disposiciones testamentarías lo indicaban claro: la casa y todo lo que en ella había pertenecía a Clara. Una carta de Amelia dirigida a su nieta así lo indicaba junto algunas frases cariñosas a modo de despedida.
“Crecerás Clara y te harás mayor, no dejes de volar nunca y cuida el tiempo como tu mayor tesoro. Tú y yo sabemos que cada destino se abre con un candado y cada candado se cierra con una verdad. Cuando la luna no tenga sombra, solo el que se atreva a soñar encontrará la llave”
Recordó las frases de Amelia mientras se adentraba en el desván. Conocía a su abuela: sus palabras encerraban algo. Vio iluminarse la esfera de su reloj: las tres de la mañana. Por la claraboya del desván podía ver la luna llena, sin sombra alguna. Miró a su alrededor preguntándose que debía buscar: ¿una llave? ¿un candado? ¿Qué era aquello de la verdad y el destino? Con mirada atenta fue repasando los objetos dispuestos: había un armario al fondo, una mecedora con el asiento roto, percheros viejos, antiguas sombrereras, maletas de viaje de otra época. Sobre una mesa algunos álbumes de fotos: abrió uno de ellos al azar: los abuelos juntos, el perro de Amelia, su madre, Amelia de nuevo sentada junto a una mesa y sobre la mesa un tapete y un mazo de cartas a medio extender y una caja labrada con florituras.
De pronto supo que buscar: en alguna parte debía de estar esa caja, una caja de madera mediana, repujada, quizás en su interior hallara una llave, o quizás estuviera cerrada
“Busca, Clara, busca” parecía decir una voz en su interior.
Su mirada inquieta dio de pronto con una pieza situada al fondo cubierta con una sábana ya gris por el tiempo y la polvareda, parecía una mesa. La sábana ocultaba algo en la superficie. Tiró de ella despacio controlando su inquietud nerviosa: allí estaba la caja, mas grande de lo que se apreciaba en la foto. La acercó hacía si, en la tapa podía adivinar, casi leer una inscripción: “La verdad libera”. Colgando de la cerradura un candado herrumbroso y abierto.
Sin pensarlo demasiado sacó el candado y desplazó el cierre, abrió la caja: en su interior el tapete y la baraja de la foto. Sacó el paño: estaba adornado con símbolos astrológicos, era de un terciopelo oscuro, suave y ligero, mediano de tamaño. Lo extendió y tomó en sus manos el mazo de cartas. Al voltear la primera encontró la imagen de un hombre joven vestido con una túnica blanca y un manto rojo mirando al frente, al pie de la carta un nombre “The Magician”. La colocó con cuidado sobre el tapete y descubrió una más: una gran rueda central sobre un mar de nubes y acompañada de un mono, una serpiente y una esfinge: la leyenda de la base decía “Wheel & Fortune”.
Se dio cuenta entonces que estaba manejando las cartas de un Tarot y recordó las palabras de la abuela Amelia. “solo el que se atreva a soñar, encontrará la llave”.
Soltó de pronto el mazo y se alejó de la mesa, su parte racional le pedía irse y aquel punto emocional que desde siempre le había unido a su abuela le instaba a quedarse.
Buscó algo donde sentarse para acomodarse de nuevo cerca de la mesa y tomando el mazo sacó una tercera carta: en la parte superior, una luna grande brillaba con un rostro humano proyectando luz; a sus pies un perro y un lobo y al fondo un camino.
Supo entonces que ella era la única dueña de su destino, que soñar también era una forma de abrir candados y que si un día tenía miedo a volar siempre tendría el recuerdo de Amelia para volver a extender sus alas y seguir encontrando su camino.

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