Literautas - Tu escuela de escritura

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El relicario de las almas - por Moldy BlastonR.

Conozco este lugar. La primera vez que cruzas su umbral, no ves más que polvo y penumbra, pero si te atreves a esperar, la casa empieza a susurrar. Lo hace despacio, como si necesitara asegurarse de quién eres antes de revelar sus secretos. Las tablas del suelo crujen con vida propia, las cortinas se agitan sin viento y los espejos se empañan con un aliento frío, aunque nadie esté cerca.
Volví esta tarde, después de veinte años. No debería haberlo hecho.
El camino al caserón cruzaba un campo seco, quebrado por la helada del final del otoño. Los almendros en los lados se alzaban como esqueletos con brazos huesudos. En mi bolsillo, un pequeño candado dorado, con la pintura desconchada. Lo encontré días antes en el altillo del piso de mi madre, dentro de una caja marcada con mi nombre. Sin llave alguna. Lo extraño fue que, al tocarlo, sentí el tintineo tenue de una cadena invisible.
Dentro de la caja, junto al candado, había una baraja del tarot. Vieja, doblada y desteñida. La recordé de niña, en manos de mi tía Aurora, hermana de mi madre, desaparecida sin rastro la misma noche que papá murió.
Nadie habló nunca de eso.
Movida por un impulso incomprensible, metí la baraja y el candado en mi bolso y conduje hasta la casa. La llave vieja entendió el misterio y encajó en la cerradura de la puerta con un gruñido metálico, como si despertara de un sueño centenario.
El aire dentro olía a cera podrida y humedad profunda. Sobre la mesa del comedor, el mantel de lino que mi madre bordó antes de casarse, intacto. Las sillas cubiertas por sábanas amarillentas, se alineaban como sombras a la espera. Dejé el bolso y abrí la baraja.
Las cartas respiraron. No era un delirio: las vi hincharse, exhalando un suspiro que heló mi sangre. Saqué una al azar: El Juicio. Un ángel tocaba una trompeta sobre tres figuras que emergían de tumbas.
Me recorrió un escalofrío.
Entonces, un golpe seco resonó desde el piso de arriba, seguido por un crujir largo y una risa breve, áspera, como una hoz raspando piedra. Me quedé paralizada. El primer instinto fue huir; el segundo, comprender que todo había sido una llamada.
Tomé la baraja y subí los escalones, cada uno más frágil que el anterior.
En el pasillo superior, una puerta entornada esperaba envuelta en un aire denso. Dentro, el mismo sonido sutil: alguien respiraba con lentitud.
Empujé y la vi. Sentada frente a un espejo rajado, mi tía Aurora, igual que en mi memoria de infancia: túnica violeta, ojos que devoran, sonrisa siniestra.
—Has tardado —dijo sin mirarme—. Te esperaba.
Su voz parecía arrancada del olvido.
—Estás muerta —susurré temblando.
—Eso creen los que olvidan —replicó.
Sobre la cómoda, un libro abierto con páginas ennegrecidas por el fuego. Me señaló la baraja.
—Escoge una carta y verás la verdad.
Temblando, volteé la primera carta que saqué: La Torre. Relámpagos tronaban, derribando muros. Su rostro se torció, como si el trueno le desgarrara la piel.
—Demasiado tarde —susurró.
El techo tembló violentamente; un estruendo sacudió los ventanales. Bajé corriendo, baraja aún en mano. Las luces se apagaron. En la penumbra, brillaba algo sobre la mesa: el candado. Abierto.
Algo invisible lo había forzado.
Un humo gris, fragante y fino, emergía de él. Dentro, un mechón de cabello y una pequeña flor marchita de lavanda. Comprendí entonces: era el relicario de mi madre, aquel que juró que había perdido la noche de la tragedia.
El aire se volvió asfixiante, las paredes susurraban nombres olvidados… Corrí hacia la puerta, que se cerró de golpe delante de mí. Sentí pasos suaves y determinados. Me giré y vi mi reflejo en el espejo del vestíbulo… pero no era mi rostro: era el de Aurora.
La voz que salió de mi garganta no era la mía.
—Al fin —dijo ella—. El juicio ha regresado.
El candado se cerró solo, cayendo al suelo con un chasquido.
Supe, en el último instante de lucidez, que no había venido a abrir nada. Había venido a cerrar un ciclo… y quedé atrapada para siempre.

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