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El eco del desván - por Marianela MarínR.
Conozco este lugar, porque ya he estado antes, pero yo no me identifico con la persona que estuvo aquí. Las manos que acarician los objetos polvorientos y herrumbrosos son las mías, con la salvedad del tiempo vivido. Los ojos que los miran ya los vieron antes, solo que ahora no los reconocen como familiares. Ese olor a madera envejecida y reseca, a tiempo detenido, no me es familiar, porque en las ocasiones anteriores nada de esto era significativo. La premura con la que llegaba, el corazón agitándose a cada paso, la mirada rápida y precisa para localizar el tesoro que eran para mí, en aquellas fantasías de tardes de estío, los cachivaches apartados de la vida en el desván.
El silencio no es el mismo, ya solo se escucha el roce de la goma de las suelas contra la áspera madera y no los murmullos callados de las siestas veraniegas. Haces de luz polvorienta se posan en cuantos objetos están aprisionados en este portal temporal, en un momento que no parece haber existido nunca. Aquellos que se consideraban dueños de estos artefactos, que los esperan para poder volver a recobrar el sentido de su existencia, ya no están. Todos han ido desapareciendo, pausadamente sin estruendo, pero dejando un vacío que resuena en el interior del cuerpo y reverbera en los pensamientos, que los aspiran desde el limbo en el que se encuentran, desde lo más profundo de nuestras memorias, allá donde es el único lugar en el que existen. Los objetos ya no son nada sin ellos. La silla con los mimbres del asiento tal cual si fueran las púas de un puercoespín. El balón desinflado en el rincón, como la alegría de nuestra infancia, que ya nunca será igual de fresca y burbujeante.
Camino con la cabeza inclinada para no chocar contra las vigas de madera de la cubierta y los grises cortinajes, que penden ondulantes por el viento, que se entreteje en un vano intento de insuflar aliento a las sombras que vagan sin sus espíritus.
La muerte, eso vengo a buscar: a la muerte que se guarda cerrada bajo llave y candado.
Rebusco detrás del baúl con la tapa descerrajada, donde se guardaban las mantelerías que nunca reclamé por mi boda, sumando una frustración más sobre mí al ajuar familiar. La pequeña caja está recubierta de óxido polvoriento, que se desmiga al contacto. La decoración infantil de su tapa ha sucumbido al paso del tiempo, como las esperanzas que guardamos en ella.
Todavía recuerdo el día en que Claudia trajo la baraja del tarot, que había conseguido coger a su madre, a la que gustaba entretener y torturar a sus amigas con tiradas de cartas, mientras agriaban sus penas aún más, con las predicciones de encuentros mágicos con impresionantes hombres, que llenasen sus mejillas y corazón de arrebol intenso. También queríamos saber que nos deparaba el porvenir, si tendríamos fortuna en cumplir todo lo que se esperaba de nosotras, delicada belleza, picardía y astucia en el trato con los hombres…
El paso del tiempo me auxilia en la búsqueda que se antojaba infructuosa de la llave para el candado, que en dos movimientos queda abierto sin esfuerzo.
Abro la tapa sin nerviosismo alguno, porque sé lo que guardamos en esa caja. Fue la última vez que estuvimos juntas, desde aquella ocasión nuestros caminos se deshilvanaron, como si se hubieran roto todas las fibras de los lazos que nos unían. Fui yo la que la sacó, nunca le había salido antes a ninguna, aquella maldita carta. Al ver el dibujo en aquella tarde en la que estábamos escondidas en la despensa, el silencio pausó nuestra respiración y tensó nuestras miradas. Para conjurar el presagio que pensábamos que iba a marcar mi fortuna, decidimos guardar la carta bajo llave y candado, esperando que así no marcase mi historia.
Ahora tantos años después, vuelvo a buscar esa carta. Esa maldita carta, que ha marcado toda mi biografía. Todos los que llegan a mi vida terminan también en una caja, pero sin llave que la cierre.
Es la última vez, me digo. Esta maldita carta va a arder y desaparecer para siempre. Cierro la puerta del desván tras de mí.
Cierro la puerta a la muerte.
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