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EL MISTERIO DEL BAR CERRADO - por Marta T.GarciaR.

Ese año, el frio era una presencia cruda y mordiente, la sensatez recomendaba hacer las visitas a puerta cerrada, buscando protección y cobijo bajo techo y encontrar el abrazo térmico de la piedra y la madera. Amaia, guía turística emprendedora autónoma, oportunamente solicitó autorización para hacer recorridos protegidos de las inclemencias invernales.
Diseñó un tour por Bilbao y alrededores, bordeando un itinerario donde lo emblemático se encontrara a resguardo, esquivando lluvia intensa y ráfagas de viento, previstos para toda la región Cantábrica, durante el fin de semana.
El folleto incluía un paseo por la Plaza Nueva, donde los soportales dibujan arcos de refugio, que permite caminar protegido, mientras los ojos exploran bares típicos de la zona, El Mercado de la Ribera que es un carrusel de aromas y colores, al igual que un paseo por el Casco Viejo con su laberinto de siete calles, corazón de la ciudad, donde la luz del atardecer recuerda siete siglos de historia, también allí se puede disfrutar de la aclamada gastronomía. Recomendada una visita al Guggenheim, entre otros lugares significativos de la ciudad.
Se habían apuntado al tour más personas de las previstas, quizá porque otros guías habían cerrado por invierno extremo
—no pasa nada— pensó, puedo incluir un par de recorridos más al día.
No lo sabía, pero todo sería diferente a como lo había organizado.
A la mañana siguiente llegaron todos puntuales, 10.30 en la plaza de Miguel Unamuno, Amaia encendió el altavoz, de manera profesional pero coloquial habló del escritor, filósofo de la Generación del 98, conocido por sus obras literarias y ensayos que exploraron temas existenciales como la fe, la duda y la inmortalidad y que nació en estas calles. Enseguida, Amaia entregó a cada uno un banderín con los colores de Euskadi y un mapa plegado de la ciudad. Se dirigieron a un bar a desayunar, la carta era amplia, diferentes tipos de café que olían a despertar, infusiones que susurraban verde, incluso caldo o chocolate caliente, espeso y dulce. Y ni hablar de las tortillas de patata o la famosa brocheta Gilda, toda clase de pinchos de setas y champiñones, pimientos de variados colores, de bacalao, de anchoas que relucían sobre el pan. Elegir no fue sencillo, las miradas saboreaban, antes de pedir.
Dentro del bar, todo era alegría, risas, carcajadas, los ingleses pidieron vino para acompañar los exquisitos manjares, un Verdejo que sabía a la región. El grupo era un mosaico de acentos la mayoría extranjeros jubilados: ingleses y alemanes, también nacionales. La más joven del grupo de unos veintitantos era nieta de una de las turistas alemanas.
De repente, las risas se transformaron en murmullos y un grito de la chica alemana cortó el aire. Su abuela, yacía desplomada sobre la mesa, su rostro entre setas terrosas, chipirones en su tinta y brochetas de langostinos. No se movía, no respiraba. donde antes latía aliento y regocijo ahora era silencio absoluto y helado.
Acudió la ertzaina, sin gestos protocolarios certificaron que la mujer había fallecido. El viaje, aquel itinerario de conocimiento y gastronomía se quebró de cuajo. No solo cerraron el bar, toda la calle se selló de arriba abajo, como una herida súbita en el centro de la Villa. Llegó el médico forense sus ojos escanearon la escena y a tenor de lo observado, la información de la ertzaina y su experiencia, indicó que el levantamiento tardaría; había serios indicios que se trataba de un asesinato.
La comida apenas si había sido probada, la única que comió a gusto fue la abuela ya ausente, quien, según todos murmuró
—muero de hambre— y desayunó con apetito antes que los demás.
Amaia, caminaba impaciente.
—Parece una película de terror— dijo alguno en inglés.
La propietaria del bar, solo atinaba a decir:
—esto no puede estar sucediendo, diez años en hostelería sin una queja—.
La joven no paraba de llorar, su llanto aumentaba la sensación de frío en los cuerpos.
A ambos lados de la calle, se agolpaban miradas curiosas que no podían acercarse por el perímetro policial, llegaron también medios de comunicación con flases y preguntas afiladas. Todos estupefactos se refugiaron dentro, intentando evitar especulaciones que ya volaban como moscas en la suciedad.
Amaia pidió declarar primero —tenía otro grupo de turistas esperando—
Pero la teniente con voz firme respondió: Lo siento, creo que no habéis entendido. Todos seréis interrogados, se revisarán pertenencias, Deberán entregar los pasaportes y nadie podrá salir del país hasta que se encuentre la verdad de lo sucedido.

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