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¿Usted qué haría? - por Carlos Tabada
Para ser un nieto querido, de unos abuelos cariñosos, me sorprendió que la idea de que la abuela pensara en finiquitar al abuelo no viniera acompañada de otro sentimiento intenso. Se deslizó sin más en mi pensamiento una mañana, con la misma fuerza emocional más o menos que decidir entre un desayuno sano y una excursión a por churros.
Por entonces respiraba yo las primeras semanas de un forzoso retorno al hogar, con la serenidad de espíritu de una paga del estado y un año por delante, junto a una indemnización por despido no muy jugosa, pero que me permitía visitar de vez en cuando tiendas gourmet y ofertas culturales.
Solo una preocupación real turbaba esos días, las tremendas broncas que la buena mujer vociferaba sobre el abuelo, que por su parte, parecía conservar un único talento: sacarla de sus casillas con frustraciones nimias. Por lo visto, el anciano sabía recordarse como el jefe que fue durante 60 años de matrimonio, por muy decrépito que estuviera. No uso el término a la ligera, a sus 94 años había cruzado una a una todas las etapas de lo que se pueda considerar más o menos vital: la silla de ruedas, la sordera y el discurso inconexo; cómo no, el fin de la comida sólida; y ya, pinceladas de caos en los reflejos básicos de su cuerpo.
La abuela, por el contrario, con 90 años razonablemente fuertes y activos, se debatía entre el respeto a sí misma y décadas de matrimonio bien avenido, enormes ganas de vivir, y un bombardeo diario de telediarios, ministros y bestsellers, animándola a no pasarle ni una al viejo carcamal. Por no mencionar a sus hijas, que parecían haber resuelto, con cierta edad, la pregunta de a quién quieres más, a papá o a mamá.
Dejaré claras dos cosas, antes de profundizar en el tema del asesinato en ciernes. La primera es que ni una sola vez en 60 años mi abuelo levantó la mano a su familia ni, que yo recuerde, nos habló de forma insultante. La segunda, que el anciano sobrevivía esencialmente gracias a los cuidados exquisitos de su esposa, que incluían una dieta líquida equilibrada, proteica y nutritiva, y cuidados corporales dignos de Cleopatra, con toda clase de aceites y masajes diarios por cada rincón decrépito del desagradecido cuerpo del abuelillo.
Aún con todo, la vida de los ancianos empezaba a describirse como un torbellino doméstico de contradicciones y emociones encontradas.
La anciana, animada a exprimir días que bien pudieran ser el último, estaba atada a un hombre que no solo no se esforzaba en recordarle por qué se habían querido durante tantos años, sino que cada día, por razones intrigantes, desplegaba una batería de pequeños boicots a los más elementales instantes de placidez. En misión encubierta, aparentar disgusto ante un ocasional puré sabroso, en vez de la bazofia baja en sal habitual; en labores de desinformación a media tarde, replicar en alto los diálogos de la telenovela; o, como penúltima escaramuza, enfurecerla después de cenar, negándose un rato testarudo a las medicinas que complementaban el milagro de su supervivencia.
Probablemente yo mismo le habría asesinado alguna vez, pero si lo pensaba un poco, aparecía enseguida alguna grieta en la furia homicida. Cada mañana al abrir los ojos, el abuelo era consciente de que poner un pie en el suelo le devolvía a un mapa equivocado de dolores sin final, hasta que por la noche alguien le acostara de nuevo, a esperar un amanecer más idéntico al anterior. De un buen corazón proverbial, llevaba a cuestas a su manera ser un problema diario a solucionar por su familia, acarreado una vez, y otra vez, y otra, por un puñado de metros cuadrados.
Y no paraban ahí las zozobras. La abuela seguía considerando un engorro su nuevo papel de cabeza de familia, mientras el abuelo, en conflicto con lo vivido durante un siglo, sonreía en su propio hogar a las ordenes constantes y a menudo desabridas de familiares y extraños, desde los “te llevamos al baño antes de cenar” a los “no te eches más miel en la leche”, o los cada vez más frecuentes “cállate ya”.
Podría seguir escribiendo sobre las nuevas heridas que renovaban mi tristeza por no saber ayudarles, y lo cierto es que empecé estás líneas sin saber dónde me llevarían, pero se me ocurre que, quizá, pueda darles algún sentido al terminarlas.
Así que, quiero preguntarles, ¿que harían ustedes en mi lugar?
Comentarios (2):
Cristina Otadui
19/12/2025 a las 15:21
Hola Carlos, voy con el comentario:
Tienes un texto que combina ironía y ternura mientras relata el desgaste del cuidado cotidiano.
Es un conflicto profundamente humano: la mente del cuidador siempre se debate entre el debe y el haber, oscilando entre el amor (a veces gastado) y el cansancio sentido.
El inicio marca el tono semi irónico que recorre el relato; las escenas breves y los ejemplos que componen la parte central sostienen perfectamente este conflicto.
Al final con el cierre abierto entiendo que no se pretende resolver nada y que como en la vida, el escrito solo expone todas las dudas éticas que cualquiera en situación parecida siente.
Y es que en estos temas no hay respuestas claras: solo capas y capas de contradicción.
Esta especie de crónica intima me parece un trabajo diferente y muy interesante.
Enhorabuena,
Gracias por escribir y compartir.
¡¡Nos leemos!!
Codrum
19/12/2025 a las 15:25
Hola, Carlos:
Menudo cuadro nos has pintado. Por desgracia o por ventura, es algo que se encuentra en familias de todo el mundo y ocasiona una pugna muy grande entre el amor pasado y el hartazgo presente.
Mezclas en tu texto humor y profundidad. Algo que hace que se diluya la aspereza de lo contado, pero no desaparezca. Y ese es el gran poder que tiene tu relato.
También me pareció un gran acierto que empezaras sin paños calientes; directo al conflicto: la abuela quiere matar al abuelo. Esto hace que queramos saber más.
Me ha parecido que has tenido una intencionalidad muy buena al organizar así el texto. En el párrafo 3 comienzas diciendo los problemas que el abuelo ocasiona, y luego vuelves a remarcarlo con ejemplos más precisos (puré, pastillas). Esto hace que nos sintamos más involucrados en esa rutina de cuidados y desprecios. Un proceso cíclico que no desaparece hasta que uno de sus protagonistas no lo haga.
Tienes un par de frases muy buenas:
“Para ser un nieto querido, de unos abuelos cariñosos, me sorprendió que la idea de que la abuela pensara en finiquitar al abuelo no viniera acompañada de otro sentimiento intenso.”
( me parece que establece todo el tono del relato. una mezcla de brutal realismo con un toque de resignación diaria)
«De un buen corazón proverbial, llevaba a cuestas a su manera ser un problema diario a solucionar por su familia, acarreado una vez, y otra vez, y otra, por un puñado de metros cuadrados.» (Muestra la carga cíclica que nombraba antes).
Y esta frase es muy, muy dura. Nos hace entender al abuelo y sus problemas:
«Cada mañana al abrir los ojos, el abuelo era consciente de que poner un pie en el suelo le devolvía a un mapa equivocado de dolores sin final.»
Si me preguntas a mí, asesinar no. Pero todo puede parecer un accidente.
Muchas gracias por compartir tu texto.
!buen trabajo!
Si por un casual quieres comentar algo de mi respuesta, hazlo por favor en mi texto ( nr 18) no hace falta que lo leas. es que resulta m\as sencillo encontralo.