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RUBÍ DECIDIÓ VIVIR - por Carmen Alagarda

RUBÍ DECIDIÓ VIVIR
Como cada noche desde hacía ya demasiado tiempo, acudía a tomar su café con leche y su pastelillo de hojaldre caliente. Sentada en su rincón preferido al fondo del local, con la espalda en la pared podía divisar la puerta de acceso. Mientras esperaba, Rubí miró su reloj de pulsera y su vista se perdió al exterior a través de los cristales. Cuando el camarero le trajo su tentempié volvió a la realidad. ¡Umm, que delicia! Pensó. Aquel era el único capricho que se permitía antes de continuar con su trabajo.
Tenía veinticinco años, su pelo rubio ensortijado como rayos de sol, caía sobre sus hombros, y sus ojos almendrados de color azul destacaban sobre su piel blanca, creando un conjunto perfecto.
Había llegado a la ciudad dos años antes, con un montón de esperanzas y sueños, que casi, ya no recordaba. Con la promesa de un trabajo que nunca llegó. Y mirando por la ventana empezó a recordar…
El recibimiento de su prima y su marido fue vacío de afecto. Él, estaba borracho y la miró como un buitre al acecho y, ella impasible, le indicó donde podía dejar su pequeña maleta y donde dormiría en aquella casa. A los dos días de estar allí, aquel monstruo que se llamaba hombre, aprovechó la ocasión para robarle su más preciado tesoro, su inocencia intacta se perdió en su llanto callado.
Salió de la casa corriendo, sin aliento, llorando desolada.
Anduvo vagando por las calles sin rumbo fijo, cuando llegó a la esquina de la Avenida Baltic con la Setenta y ocho, de pronto se desplomó.
-Niña, niña ¿qué te pasa? Oía decir, sintiendo unas palmaditas en sus mejillas.
Rubí, miró levantando sus ojos llorosos hacía aquella voz femenina, y se abrazó con todas sus fuerzas contra su pecho. Gemía como un animalillo desvalido.
-Estoy sola, balbuceó.
-¿Y tú familia?
-No tengo a nadie. Repetía, no tengo a nadie…
-Bien, ahora vamos a mi casa y me cuentas, está aquí mismo, ven levanta.
Rubí le contó su corta historia, y Camille la atendía analizándola de forma escrutadora. Camille, era una mujer bonachona y amable siempre solícita, dispuesta a ayudar. Rondaba los cincuenta y en su cuerpo se adivinaban muchas batallas vencidas. Su rostro aun denotaba una belleza singular.
-¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo? Ahora debo bajar a mi negocio, te dejo sola un momento y vuelvo enseguida, ahí está la ducha le ofreció un pijama y unas viejas zapatillas.
– si quieres puedes quedarte aquí unos días, aunque…
– ¡Se debe trabajar, se debe trabajar…! Corren tiempos difíciles, muy duros, nena.
Decía estas palabras mientras iba a la cocina a traer unas galletas con leche.
-¿Sabes? Podemos ser princesas, pero no somos reinas. Se debe trabajar… insistía, y tú eres muy guapa.
Salió de la casa cerrando la puerta tras ella.
Rubí miraba a su alrededor mientras comía. Se duchó enjabonando todo su cuerpo, frotándolo con furia como si fuese a arrancarse la piel. Volvió a llorar compulsivamente casi sin consuelo.
Oyó la puerta abrirse y Camille entró, portando algo de comida fresca recién comprada. Tarareando una canción de moda.
-Camille, ¿cómo voy a pagarte todo esto?, no tengo trabajo, ni casa, ni…
Camille la interrumpió y le dijo, es sencillo.
-Tengo un bar dónde lo único que debes hacer, es ser amable con los clientes, bailar con ellos y que consuman. ¿Fácil no? Es horario de noche, pero te acostumbrarás.
-Sí, ¿Cuándo puedo empezar?
-Hoy será mejor que te repongas y mañana iremos a comprarte unos zapatos y algo de ropa que te favorezca. ¿Ok pequeña? De dinero ya hablaremos…
-Sí, ok.
La voz dulce de Camille, sentenciaba el momento.
Le compró unos zapatos y un par de vestiditos que la favorecían, resaltando su grácil figura.
En menos de dos meses había liquidado su deuda con ella, y pudo independizarse. Alquiló un pequeño estudio cerca de allí, donde se mudó.
La noche la engullía con sus zarpas afiladas, arrancándole a jirones partes de su alma.
Era viernes y vio salir del cine a las parejas de enamorados. ¡Parecían tan felices! Con paso rápido, iban desvaneciéndose por las calles. Comenzaba a llover…
Volvió a mirar su reloj de pulsera, pidió la cuenta y se marchó.
De camino, vio la cara de aquel hombre que jamás olvidaría, se detuvo petrificada. Él estaba sentado en el suelo como un muñeco roto, apoyado contra una farola en un charco de sangre y vómitos, y dejándole allí pasó indiferente y se alejó.

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