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El gato negro - por Dorothy

Era ya noche cerrada cuando comencé mi paseo por las calles casi completamente desiertas de la ciudad. Un gato negro, con unos ojos verdes inquietantemente inteligentes, me salió al paso nada más abandonar mi portal. Parecía estar aguardándome, porque decidió caminar también delante de mí, como mostrándome el camino. Yo, en realidad, no llevaba ningún rumbo concreto, de modo que decidí seguirlo.
Hacía frío. Encendí un cigarrillo que fumé despacio, a la zaga de aquel felino, al que perdía de vista cuando abandonaba los tranquilizadores círculos de luz de las farolas.
Me llevó a un bar. Aún estaba abierto, y un anciano camarero servía amablemente a tres clientes: dos caballeros y una joven. A los señores no los conocía: eran tipos perfectamente normales, con sus americanas y sus sombreros. Pero ella…
Tenía los cabellos del color de las calabazas maduras, ondulados sobre la piel clara de los hombros que el vestido dejaba al descubierto. Hasta ese momento, nunca me había fijado en lo delicadas que parecían sus manos, que sujetaban una copa.
Entré en el local. Una bocanada de humo y calor concentrado me asaltó, ahuyentando de cuerpo el penetrante frío de la calle.
Ella alzó la vista, y clavó sus ojos azules en mí.
Me acerqué a ella, ignorando la muda pregunta del camarero.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, con esa voz sugerente que tenía.
—Un gato me ha dicho dónde encontrarte.
Ella sonrió.
—¿Y quién te ha dicho que yo quería que me encontraran?
Me senté a su lado, sin ser invitado.
—Lamento lo que te ocurrió, querida. No era mi intención que las cosas ocurrieran así.
Ella sacudió la cabeza.
—Pero estabas allí, y permitiste que me humillaran de aquella manera. Fue culpa tuya que yo me ilusionara como lo hice con una boda que todo el mundo sabía que era una farsa. Todo el mundo, menos yo.
Tragué saliva.
—Yo tampoco lo sabía —aseguré, sin mentirle. De haber tenido idea de lo que iba a suceder, no habría permitido que ella acudiera a la iglesia. No cuando yo mismo era el padrino.
—¿Y qué es de… él? —inquirió, cambiando repentinamente de tema. Supe sin necesidad de más indicaciones a quién se refería.
—No lo sé. No he vuelto a dirigirle la palabra desde aquel día. Lo lamento —repetí, aunque era consciente de que, en realidad, ella no me culpaba. En el fondo, ambos sabíamos que le habían hecho un favor al dejarla plantada en el altar. No podía casarse con ese hombre.
Ella dio un largo trago al contenido de su copa.
—Y dime, ¿para qué preguntaste al gato dónde encontrarme?
—Porque debía hablar contigo. —Efectué una pequeña pausa, tratando de organizar mis ideas. Ella esperó, atenta—. He de preguntarte una cosa.
—¿De qué se trata?
—Quería saber si estarías dispuesta a volver a confiar en mí.
Ella rio.
—¿Y para qué? ¿Para volver a embarcarme en otra boda? —inquirió, escéptica. Pese a todo, pude captar un leve matiz de esperanza en su voz, y fue eso lo que me animó a continuar.
—Precisamente, querida. Me preguntaba si me aceptarías a mí como esposo.
Ella enterró la mirada en su copa, ya casi vacía. Cuando volvió a alzar la vista, sus ojos brillaban.
—¿Y si te dijera que sí?
Cuando, minutos más tarde, salimos de nuevo a la calle, cogidos del brazo, el gato negro ya no estaba allí.

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