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Algunos lo llaman miedo - por Leosinprisa

Me gire al escuchar sus pasos, estos se arrastraban por la tierra levantando una tenue capa de polvo. Poseía unos ojos perdidos, incapaces de sentir toda emoción, salvo la de dañar y destruir. Un odio eterno, insondable, guiaba su camino. Nada de cuanto pudiera decirle le detendría, convertido en un esclavo de la autentica oscuridad, ningún obstáculo perturbaría su malsana intención.

Guie mis movimientos en dirección opuesta, procurando distanciarme en la mayor medida posible y confiar en mis habilidades para evitar me siguiese persiguiendo. Estaba aún débil y no era el momento para una lucha. La Dama Verde dolía de sus heridas, esa era yo, un ser incapaz de reaccionar en ese instante tan crítico. Se me suponía por muchos, imbatible; pero no lo era, mis circunstancias me hacían en aquel lugar, tan vulnerable como el más indefenso de todos los habitantes de este mi amado mundo.

Su boca balbuceo unas horribles palabras. Iban dirigidas en una única dirección, a esa cobarde que retrocedía sin presentar batalla, hiriéndome en el orgullo que tanto me había costado construir en una vida de ocultamientos y silencios. Mi mano se dirigió presta a la espada, pero comprendí era una treta para hacerme bajar la guardia, aunque pronto debería de utilizarla, extenuada para esconder el rastro de sangre que las heridas en mis pies delataban. Aparte el pelo pegado en mi frente, atrapando el resto de mi melena plateada en una sencilla trenza.

Mis manos temblaban, presas del dolor y emociones contenidas. Aquella abominable entidad me acosaba, era incapaz de deshacerme de ella, incapaz de pensar con claridad cuál será la mejor solución a aquella encerrona. Sentía por aquel ser pena y compasión, unido al asco de contemplarlo, una extraña mezcla de sentimientos quienes me confundían aún más en esta inacabable lucha.

Ojos fríos, vacios; contemplaban con absorta indiferencia cuanto le rodeaban. Ojos muertos en un ser antaño vivo, derribada la grandeza de quien en otra época fue y olvidada su belleza, abandonándola en una existencia renegada. Aunque la muerte no tenía cabida en este encuentro, el temor a ella era cuanto más se asemejaba al terror de aquellos ojos. Esa era la mirada de la verdadera muerte, mucho más terrible a cualquier descripción, de cuanto la imaginación de los hombres pudiera concretar.

Nuevas palabras emergieron de la desprendida mandíbula, el hedor de aquella oquedad me alcanzó, haciéndome fruncir el ceño. Una podredumbre ajena al mundo, extraña a cualquier definición, una grieta en la realidad, un abismo sin fondo.

Me sentí tentada por encararme a él, no podía soportar semejante aberración. No en mi tierra, no había caminado sobre la faz de esta durante tantas edades, como para rendirme ahora. Mis cansadas manos tentaron las paredes, en un intento de sostenerme erguida para poder presentar una defensa estable. Resbale en la fría y húmeda piedra, debilitada por la profusa perdida de mis heridas perennes y el insoportable dolor de esfuerzos anteriores. Aquella bestia había sido muy inteligente, atacándome cuando apenas podía seguir consciente.

Caí al suelo. Con una agonía intolerable me levanté con rapidez, no en vano llevaba soportando esta tortura, en mayor o menor medida, desde el principio de mi existencia. No iba a abandonar todo ese esfuerzo por un breve instante de flaqueza, quería volver a escuchar risas, a soportar las canciones de los bardos ambulantes, a sentir el frescor del agua y el viento en mi agotado rostro.

Unas garras con apariencia de mano humana intentaron agarrarme, pero aún conservaba la agilidad de una elfa y escape a su abrazo. No quise tocar aquella carne maldita para escapar a las enloquecidas impresiones que estas me harían conocer. A otros les susurraban promesas de gloria y merecimientos, de riquezas y poder sin fin; yo conocía su destino, agostamiento y podredumbre, cántaro de odio rebosante consigo mismo y contra cualquier cosa que le rodease. Odio puro, concentrado, sin ningún atisbo de salvación.

Ahora tenía la posibilidad de acabar con su pesar, hice acopio de todas las fuerzas. En los ojos, las pupilas me ardieron en sus cuencas, presas del poder que de nuevo emanaba de mi interior. Sentí la luz vibrar en estos y olvidarme de todo mi agotamiento por un instante.

La inmunda presencia notó su oportunidad perdida, retrocediendo ahora para salvar su penosa realidad. La espada salió de mi vaina en silencio y me apresté a quebrar a quien ahora huía, con un ímpetu inesperado. El arma cayo, ululando el contacto inmediato y yo cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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