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Whisky - por Lucía Morcillo

Web: http://www.filosofiaamartillazos.blogspot.com.es

Me giré al escuchar sus pasos. Debían ser las 06:00 y se estaría preparando para ir a trabajar. Se alzaba el día y con él caían mis ojos. El cristal de la ventana en el que llevaba apoyando la cabeza las últimas cuatro horas ya me hacía notar la pesadez que le otorgaba. Tengo que hacer algo, debería hacer algo. Pensé.

Lo peor de ser adicta al Whisky de sus labios es saber que dentro de un tiempo no bastarán cinco copas para enmudecer mi corazón. Que necesitaré una botella para quemar mi garganta, para hacerla sangrar. Y sé que cuando eso pase tú no podrás cargar con ese peso, tus brazos no soportarán llevarme a la cama borracha y permanecer a mi lado cuando la resaca hiele mi corazón horas más tarde.

Al final de la estación, a mano derecha, los zapatos de un vigilante de seguridad reposaban en una mesa de metal antigua. Sus zapatos eran de piel, aunque desgastados por el peso de los años. Un periódico demasiado amarillento para ser actual cubría su rostro, por un momento le imaginé con unas gafas demasiado pequeñas para lo que podría llegar a exigir su miopía.

-Ejem. Perdón- balbuceé.
-Qué- dijo un vigilante de seguridad entre cansado y aburrido mientras echaba el
periódico amarillento a un lado. Cuando me miró, no pude evitar fijarme en la gran
cicatriz que se había hecho hueco en su barbilla.
– ¿El tren de las 9:00?
– ¿Hacia dónde te diriges?
– Hacia ningún lugar.
– Andén 30. Y date prisa o lo perderás- sentenció.

Mientras me alejaba de aquel vigilante delgaducho y calvo me preguntaba dónde habría dejado su sombrero. Sí, me refiero a ese sombrero que todo vigilante de seguridad debería llevar para ser reconocido entre la multitud.
Me dirigía al tren imaginando que lo había olvidado entre papeles de periódico y latas vacías de la noche anterior en la mesa de madera de sus 40 metros cuadrados de apartamento. Le imaginé acariciando su gran cicatriz antes de caer en los brazos de Morfeo y recordando la gran batalla que le hizo ganar aquella impresión en su piel que le acompañará por el resto de sus días.

Pensé en él con el peso y la ligereza que nos es capaz de conceder la soltería y los años y, supuse, que ni siquiera sería consciente de que habría olvidado su sombrero hasta que terminara su jornada laboral y lo encontrase en el mismo lugar donde lo descuidó la noche anterior. Es curioso -pensé- después de tantos
años aún se permite el lujo del despiste adolescente.

En apenas unos minutos llegué al andén 30 y me dispuse a subir al tren.

¿Su equipaje? – Preguntó el atento señor de facturación.
Aquí está – Y le entregué mi carpeta negra.

Me miró extrañado. Después de clavar su mirada gris en mí durante unos cinco segundos que se hicieron eternos decidió que debería dejarme subir, el tren iba a salir de un momento a otro.

Y ese momento llegó, lo estaba haciendo, estaba haciendo lo que nunca había imaginado que podría llegar a hacer, me estaba marchando.
El tren aceleraba al compás de los latidos de mi corazón. El resto de pasajeros estaba ocupado colocando sus maletas, hablaban entre ellos y un niño lloraba tres asientos más atrás. Los miraba, los miraba y mi respiración se aceleraba, notaba la presión en mi oídos y cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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