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Se agita, se transforma y según dicen, tiene fecha de caducidad. - por Filias

Me giré al escuchar sus pasos, porque aquella cadencia me resultaba familiar, pero curiosamente, no había nadie alrededor. Insensata, me adentré en el aparcamiento, subyugada por el chacoloteo de aquellos zapatos de tacón, y conforme me acercaba al lugar, alcancé a olfatear un aroma que me hizo trasladarme de nuevo a la fatídica noche anterior.
Tan sólo habían pasado unas horas y sin embargo, parecía que el mundo había cambiado su tempo. Los minutos cobraban un significado y una longitud desconocida para mí hasta ese momento. Fue un traspiés vergonzoso y amargo para ambas, pero en honor a la verdad, debo reconocer que se veía venir.

Helena y yo éramos amigas desde el instituto, donde se forjan las certezas eternas. Nos conocimos, y al poco ya nos volvimos inseparables; ambas con las mismas aficiones y parecidos intereses. Nuestros caminos permanecieron paralelos al elegir las asignaturas y pusieron de manifiesto la coincidencia de nuestros gustos y trayectorias profesionales posteriores.
Pero si todo lo anterior nos acercaba casi como gemelas idénticas, nuestro físico nos diferenciaba y definía como el contrapunto perfecto la una de la otra. Éramos como Lauren y Hardy, siendo mi persona la menos agraciada, por lo que no me extrañó en absoluto que fuera ella quien recibiera las atenciones de “Quique el atractivo”, por quien suspiraba todo alma femenina del aula.
Como correspondía, la pareja fue la noticia del año, y al tiempo, los lazos creados se demostraron firmes e inalterables. O eso quisimos creer, porque el amor aunque perdura, es caprichoso y se agita. Se transforma, como la energía, y según dicen, tiene fecha de caducidad.

Y lo que hubo de pasar, pasó. Quique y yo. Tres en la ecuación.

Cuando la sospecha de una tercera persona entre ellos se convirtió en convencimiento, una confiada Helena acudió a apoyarse en mi hombro traidor mientras mi cabeza y corazón discurrían por caminos dispares condenados a no encontrarse jamás. Bullía en mi mente la conveniencia de sincerarme, pero encontraba una y otra vez la excusa perfecta para no hacerlo. Un día, finalmente, sentencié nuestra relación. Surgió la promesa falsa, una ilusión en su acepción menos amable: una quimera, una utopía.

– Sonia, en caso de que tuvieras pareja y te fuera infiel, ¿te gustaría saberlo? – inquirió aquella mujer preciosa de grandes ojos marrones-. Si tú supieras con quién anda Quique, ¿me lo dirías?.
Cerré los ojos y aspiré profundamente para darle sosiego a mi corazón descontrolado.

– No lo sé, Helena – mentí con todo el aplomo del que fui capaz -, a ti ¿te gustaría que te lo contase? – la miré con el ánimo encogido mientras ella asentía con seguridad.
– Hagamos un trato, Sony, como cuando éramos crías, por favor. ¿Quieres?

Aquella última pregunta lanzada al aire con la ansiedad de quien necesita con desesperación firmeza y seguridad, me desarmó por completo, y una vez más, me sentí incapaz de contarle la verdad. Que esa misma noche Quique vendría a mi piso, y que buscaría en mi cuerpo lo que ya había dejado de buscar en el suyo.

Intenté desde entonces aunar la amistad con ella y mi amor por él volviéndome más cauta, procurando que ambos razonaran y rompiesen su vínculo de la manera más civilizada posible, pero la realidad me mostró que los sentimientos no desaparecen, si acaso se diluyen, y de esa forma, el amor de Helena por una parte, y la condena de una hipoteca a treinta años, terminó por complicar las cosas sentenciándonos a todos.

Poco a poco fui arrinconando mi sensatez, como un objeto en el que somos incapaces de reparar porque ya nos hemos familiarizado con él. Consumí la prudencia hasta que ayer, en plena noche, Helena apareció en mi casa sin previo aviso. Con el rostro demudado, tan sólo tuvo que resolver una sencilla ecuación: el coche de Quique aparcado en mi calle y el apuro que me invadió al abrir la puerta sonrojada, despeinada y envuelta precipitadamente en un albornoz. Desapareció en una vertiginosa huida escoltada tan sólo por aquel perfume que ahora me devolvía a la realidad.

Perseguí la estela cada vez más perceptible del aroma entre los automóviles del aparcamiento y, cuando llegué a la altura de mi coche, descubrí a una mujer agazapada. Armada con un cuchillo ordinario, Helena estaba hiriendo de muerte las cuatro ruedas de mi utilitario. Se giró serena, e incorporándose con lentitud blandió el cubierto mirándome con fiereza. Yo, aceptando mi destino, cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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5 comentarios

  1. 1. Aradlith dice:

    Me gusta el sentimiento que le has puesto al escrito. Pero lo que más me gusta es que sorprendentemente el lector no empatiza con Sonia, si no con Helena, o es lo que a mí me pasó.

    Escrito el 29 mayo 2013 a las 00:09
  2. Muy bien escrito. No me esperaba ese final… ¡Me encanta! ¡Helena está muy loca!
    Saludos

    Escrito el 30 mayo 2013 a las 08:43
  3. 3. Josep Garcia dice:

    Bastante realista el trío. Un final interesante.

    Escrito el 1 junio 2013 a las 17:31
  4. 4. Filias dice:

    Araldith: es el matiz que esperaba dar al relato. Poder aceptar de algún modo el hecho terrible que está a punto de realizar Helena.
    GaspaRodriguez: me alegro mucho de que te haya gustado. Sí, Helena lo está, pero es fácil que alguien enloquezca de amor, ¿no crees?
    Josep Garcia: Gracias por tu comentario. El relato hace referencia a la realidad, así que me alegra haber sido capaz de reflejarla.

    Escrito el 4 junio 2013 a las 10:57
  5. 5. Patriciandr dice:

    Hola Filias!
    Me ha encantado la manera de enfocar y llevar el tema de la infidelidad entre amigos de toda una vida.
    Se respira un aire pausado y sereno a lo largo de todo el relato, contrapunto de lo que se está explicando en él. Y el final es el toque perfecto que hace que todo cobre vida.
    Saludos y enhorabuena!

    Escrito el 5 junio 2013 a las 00:39

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