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Mi amigo - por V. Gaol

Me giré al escuchar sus pasos. Sorprendido, debería estar acostumbrado ya. Pero no, uno no se acostumbra a los pasos de la muerte. Y si los pasos son de un amigo, el miedo es mayor.
En agosto de 1936 éramos tres los casados inútiles para el servicio que hacíamos labores de conducción para las tropas rebeldes contra la República en La Línea de la Concepción. Era un trabajo cómodo, todo el día sentados en nuestros camiones trasladando municiones o tropas desde el puerto de Algeciras hasta la estación férrea de San Roque. Sí, un trabajo cómodo. Menos el servicio de noche.
Las noches eran un suplicio. El silencio, las miradas, las cabezas bajas, las patrullas de falangistas emboscados, los moros, todo te hacía un nudo en el estómago, las tripas te dolían, al terminar la noche bebías mirando el fondo del vaso. Te querías convencer de que no importaba nada, lo único importante eran tu mujer y tus cinco niños. Y volvías a beber.
El viernes 7 de agosto me tocaba servicio de noche, no quise comer en todo el día, el estómago me dolía y solo el vino me calmaba. A las nueve de la noche estaba en mi puesto y las noticias no eran buenas. Venían siete rojos de Jimena y Castellar a unirse a los catorce que tenían en los calabozos del cuartelillo viejo. Los falangistas estaban celebrando una francachela, riéndose con fruición, anticipando. Eso significaba un paseo en camión hasta las tapias del cementerio a las afueras del pueblo, en la carretera nueva de Estepona. Y la vuelta de vacío.
A las doce de la noche los falangistas estaban bastante cargados, llevaban comiendo y bebiendo varias horas. Llegó el sargento de guardia diciéndome que tuviese preparado el camión, que nos íbamos de paseo. Su sonrisa era un rictus de tristeza, era un buen hombre que tenía una piara de puercos en la vega del Cachón y ahora pastoreaba prisioneros.
Me monté en la cabina y puse el motor en marcha. Miré al frente, con las manos en el volante. No quería prestar atención a las órdenes y a los soeces gritos de los camisas azules. No quería escuchar el sonido de las armas montándose. No quería escuchar los pasos hundidos de los prisioneros. No quería escuchar cómo eran empujados a la caja del camión. No quería sentir el bamboleo del camión al ser cargado.
Se abrió la puerta y subió el alférez. “En marcha” tenía una voz educada, sin rastro de odio ni desprecio. Impersonal. Profesional.
Salimos del cuartel, los falangistas cantaban coplillas soeces riéndose de los prisioneros. Yo conducía despacio. Al llegar a la altura de la Casa de los Chinitos el alférez ordenó parar. “Escuadra, el que quiera mear, ¡ahora!”. Llegaron gritos de rechifla desde la caja. El alférez bajó del camión. El silencio llenó mis oídos. Escuché pasos a mi espalda. No quería mirar y no me giré: “Hola, Alfonso” susurró una voz. La muerte me hablaba. No pude resistir más, temblando me giré y miré por el hueco de la ventana trasera. Ví a unos pobres desgraciados allí atrás. Y en medio del pasillo pegado a la ventana sin cristal con el cuerpo estragado, estaba él. Sin pensar en nada eché los brazos por el hueco, lo cogí por los hombros y tiré de él con fuerza. “Ni una palabra”, susurré. Nadie habló, bajaron la cabeza y se miraron los pies.
Abrí la trampilla bajo el asiento del acompañante, el hueco a lo largo de todo el asiento, lo empujé con fuerzas. “Entra ahí”. Había perdido mucho peso en las semanas que llevaba preso. Volví a cerrar la trampilla. Cogí el volante y miré al frente. De la caja no llegaba ni un sonido.
Pasaron los minutos. Los falangistas volvieron a subirse, gritando y fanfarroneando de sus pollas. El alférez volvió a mi lado. Nos pusimos en marcha.
Se tarda mucho tiempo en recorrer medio kilómetro por un camino sin asfaltar. Una eternidad. Yo miraba al frente.
Cuando llegamos al cementerio bajaron todos: los falangistas gritando y riendo, el alférez en silencio, profesional. Los presos con la cabeza baja, sin mirarse unos a otros. A empujones y culatazos comenzaron a alinearlos contra la tapia sur, en el borde de la zanja que esa mañana habían cavado los dos viejos sepultureros. Todos rechazaron la venda para los ojos. Uno se arrodilló a rezar. Los falangistas formaron frente a ellos, el alférez dio orden de cargar, dio orden de apuntar….
Cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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2 comentarios

  1. 1. Josep Garcia dice:

    Como casi todo lo relacionado con la época del relato… sobrecogedor.

    Escrito el 4 junio 2013 a las 14:44
  2. 2. VGaol dice:

    Pues sí, todo sobre aquella época es bizarro, tan como lo veían los artistas franceses de principios del siglo XX: extraño, raro, sobrecogedor, brutal…..

    He intentado mostrar un pequeño resquicio del principio de la guerra.

    Escrito el 5 junio 2013 a las 17:24

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