Cookie MonsterEsta web utiliza cookies. Si sigues navegando, entendemos que aceptas las condiciones de uso.

Do you speak english?

¿If you prefer, you can visit the Literautas site in english?

Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

<< Volver a la lista de textos

Nubes de rayón - por Emyl Bohin

Web: http://emylbohin.wordpress.com/

Me giré al escuchar sus pasos, su leve y ágil y taconeo se habían convertido en un sonido familiar. Su delgada figura subida en aquellas agujas, ondeaba con gracia el pequeño bolso que colgaba de su hombro derecho. Avanzó hacia mí y con la mirada fija en ninguna parte, separó sus dedos dejando caer el cigarrillo humeante. Giró la cabeza como si quisiera encontrar algo que le impidiera seguir, suspiró con desgana y continuó su camino hacia la puerta que tantas veces había traspasado. Bajé la mirada y vi el cigarrillo con su corona de carmín consumirse en el asfalto.

Recibí el expediente de Rosana cuando cumplió quince años.

—Se casará, tendrá hijos, perderá su figura y con ella los sueños de juventud. Otra más —vaticinó su tutor de infancia.

De ojos azules, tan pálidos que a menudo se confundían con el gris. Mirada entre pícara e ingenua. Confieso que me alegré de ser yo quien cuidaría de ella.

Todo parecía seguir el guión de una aburrida película. Su trabajo como recepcionista en el más prestigioso bufete de Santa Marta le dejaba un buen sueldo y, que fueran hombres todos los socios del despacho hacía más relajado su trabajo.

Ángel vivía a unas dos manzanas de su casa, pero nunca había reparado en él. Un mal día se presentó en la oficina, con la intención de buscar asesoramiento para la venta de unos terrenos que había recibido en herencia. Rosana le indicó que se sentara a la espera de que uno de sus jefes pudiera atenderlo. Se sentó al borde del sofá, con los codos apoyados sobre las rodillas, como dispuesto a levantarse con rapidez, con las manos envolviendo la cara, clavando la vista. Rosana, sabiéndose admirada, sacó del bolso un espejo de cortesía y dibujó con un dedo líneas imaginarias que prolongaban la comisura de su boca y estilizaban sus cejas, al tiempo que confirmaba la mirada del cliente.

—¿Sabe? Hoy es un día de mucho trabajo, pero creo que el Sr. Suárez le atenderá enseguida.

Ese fue el primer paso para su infortunio. Ángel no era el primer chico con el que ella salía y yo no quise entrometerme.

No se había cumplido un año de la boda y, su abultado vientre impedía a Rosana acercarse con comodidad al escritorio.

—Cualquier día de estos vamos a tener que salir corriendo hacia el hospital. ¿No cree que estaría mejor en casa? Le vamos a seguir pagando igual.

—No se preocupe Don Gabriel, todavía quedan dos semanas y en casa… bueno aquí me distraigo, quiero decir que me gusta mi trabajo.

Aquella noche volvió al horror y yo a observarlo sin poder intervenir.

El comportamiento de Ángel cambió bruscamente después de la boda. Al principio fueron comentarios sobre su forma de vestir y la manera de maquillarse, aquello que le había atraído de Rosana, ahora no lo podía soportar. Las sospechas de que pudiera engañarle con alguien de la oficina le hicieron creer que cualquiera era el padre.

De aquel horror Rosana sólo sabía escapar de dos maneras. Por las mañanas en el trabajo y por las noches en los sueños. Y ahí, en ese territorio alejado del conocimiento, era libre. En esa otra vida yo trataba de ordenar y suavizar el sufrimiento. Aquella noche rompí las reglas, no podía quedarme quieto, observando cómo se iba destruyendo.

Rosana se acostó sobre su hombro derecho, apagó la luz de la mesilla y susurró un buenas noches. Sus ojos se cerraron y una lágrima se deslizó hasta la almohada.

Poco a poco fue penetrando en el escenario que le había preparado. Una película en la cual se alejaba de Santa Marta. Una ciudad gris por el humo de sus fábricas, el ruido de sus vehículos y la fina lluvia que los envolvía. Atrás quedaba su vida, su casa y su marido, todo cada vez más pequeño, más insignificante. Delante se abría un mundo nuevo, algo que explorar de la mano de una niña, que era ella misma y era su hija al mismo tiempo.

A la mañana siguiente se despertó como cada mañana y como cada mañana hizo las mismas cosas que hacía cada mañana. Salió en dirección al trabajo, pero nunca llegó. Huyó de Santa Marta y me felicité por el resultado.

Dejé al cigarrillo con su corona de carmín consumido en el asfalto y continué hacía el portal. Observé hacia adonde la había empujado mi soberbia. Cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

¿Te ha gustado esta entrada? Recibe en tu correo los nuevos comentarios que se publiquen.

Todavía no hay comentarios en este texto. Anímate y deja el tuyo!

Deja un comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.