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2 limonadas...y una copa de coñac - por Arturo Campobello

El autor/a de este texto es menor de edad

Me giré al escuchar sus pasos, recuerdo que su mirada se iluminó al percatarse de mi presencia. Esos ojos claros, de un azul muy tenue, brillaron cuando la saludé. Era una chica encantadora, no la conocía demasiado, pero parecía que fuese la persona más maravillosa del mundo.

Nuestro primer encuentro fue hace 2 semanas, el primer día de verano. Yo salía de la facultad después de un caluroso día, así que me apetecía tomarme un helado. Estuve buscando una heladería, pero no encontré ninguna. Cuando ya daba la batalla por perdida, vi una de esas clásicas furgonetas de helados estacionada al otro lado de la calle. Y allí estaba ella, algo dormida y con un abanico, intentando huir de ese calor insoportable. Animado por el deseo de hincarle el diente al rico helado, fui a la furgoneta para pedir uno.

Cuando nos cruzamos las miradas, tuve la sensación de que el corazón nos dio un vuelco a ambos. Estuvimos un rato en silencio hasta que ella dijo con una dulce voz:

-¡Hola! ¿Te apetece un rico heladito para el calorcito?

-Solté una risita de cortesía ante la rima algo barata, que parecía de un anuncio de los de antes. Respondí afirmativamente a su petición.

-¡Muy bien cariño! ¿Y cuál vas a querer?

-Me mostró la carta de tipos que había, pero no me decidía. En realidad, tras hablar con ella, se me pasó el calor y las ganas de tomar helado. Cuando hablaba, sentía una agradable sensación, como cuando tomas una refrescante limonada, ni muy dulce ni muy ácida. Al final le pedí un helado de naranja y limón. Lo preparó, me lo entregó y dijo guiñándome el ojo:

-¡Aquí tienes! ¡Al rico heladito, muy muy fresquito!

-Esas rimas sencillas le daban encanto a la chica. Cuando iba a pagar el importe del helado, con una inocente sonrisa me dijo:

-Invita la casa.

-Le agradecí ese detalle desinteresado y me despedí alegremente, deseando verla nuevamente. Fui a visitarla un par de veces más, cada vez que iba, ella se alegraba más de verme y nuestra amistad se convertía en un sentimiento muy intenso.

La mayoría de las noches de aquella semana las pasaba en vela, pensando en ella. No me la podía quitar de la cabeza, era encantadora y dulce, como los helados que vendía. Era un sentimiento que nunca había sentido con nadie, algo muy especial. Y cuando conseguía dormir un poco, se me aparecía en sueños.

Después de esto, había pasado algo más de 1 semana, y tomé una decisión. La iba a invitar a tomar algo para conocerla mejor, una especie de “cita”, por así decirlo. Entusiasmado y algo nervioso, me dirigí a la furgoneta y le dije decidido:

¿Te apetece venir conmigo a tomar algo esta tarde?

Tardó unos segundos en contestar, lo hizo a propósito, para dar emoción:
-¡Claro! ¿Por qué no? ¡Suena divertido!
-¿Te va bien a las cinco en el café Phillies?
-Allí estaré.
-¡Genial! Nos vemos allí.

Estaba impaciente por nuestro encuentro, las horas de espera se hicieron eternas, pero finalmente, llegó la hora acordada.

Me quedé asombrado al verla llegar, llevaba un bonito vestido de color azul hielo con unos zapatos a juego y una discreta diadema con unos pequeños diamantes ornamentales en el pelo; el cual llevaba suelto y resplandecía con un tono dorado.

Nos saludamos y nos presentamos, ya que todo este tiempo no conocíamos nuestros nombres.

Me llamo Arthur Wilcox, un placer.
-Glass, Mary Glass, encantada.
-¿Te apetece tomar algo?
-Una limonada quizás, bien fresquita.

-A partir de este punto la conversación empezó a fluir bien, hablamos sobre aficiones, música…destaco estos 2 puntos ya que coincidimos en nuestra afición por los libros y porque preferimos la música tranquila y relajante, no como las canciones con las que los medios nos bombardean constantemente.

Al finalizar la conversación, le propuse una segunda cita el domingo por la noche, ya que el firmamento estaría lleno de estrellas. Ella aceptó de buena gana.

Y aquí estoy, con un ramo de flores y al principio de esta historia de nuevo. Pero no contaba con la presencia de una tercera persona que curiosamente iba disfrazado de Napoleón y la vino a buscar en una fragata. Tomó su mano para subir a la embarcación y zarpó, mientras bailaban a la luz de la luna. Sus bellos ojos soltaron un par de lágrimas en la lejanía. A esto lo llamo despedirse a la francesa. Me reí. Cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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