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Los que no - por Daniel Rocha Villegas

Los que no son

Me giré al escuchar sus pasos, sabía que venían por mí, que ya no tenía escapatoria.

Estaba en mi habitación cuando llegaron; arrodillado debajo de la cama, con las respiración aún agitada y los brazos cansados de sangre, de muerte, de llanto…

Llevaba días sin tomar el coctel diario que incluía benzodiacepinas y antipsicóticos. Ramón había vuelto a hablarme, con esa voz feroz, grave, furiosa, que al sonar fracturaba inmediatamente todos los cimientos de mi frágil mente, hacía crujir mis entrañas y me conminaba a hacer cosas que yo no quería, carentes de todo sentido.

Cuando aquella noche comenzó el brote, Ramón me dijo que no tomara el medicamento, que no valdría la pena. Él ya nunca más me dejaría. Gritaba en mi cabeza disparates que yo no había imaginado nunca, crímenes que nunca hubiera pensado cometer, pero que en su voz sonaban a epifanía, a destino inmutable.

Cuando me encontraron, podía mirar en el rostro de los policías el miedo, nadie se acercaba a mi encuentro. Los horrorizaba ver mis puños apretados, la mirada perdida, la ropa casi negra de tanta sangre derramada por mis padres y mis hermanos, la mandíbula apretada; trabada hasta despostillar los dientes que unos minutos antes habían masticado con avidez la carne de los que habitaban mi espacio desde que abrí los ojos por primera vez, hace 25 años, un día aciago en que nacería un engendro que 18 años después sería diagnosticado con esquizofrenia y sería confinado a las acosadoras sombras de una habitación al fondo de un pasillo desierto que por las noches jugaba a los ruidos con el viento, hollando mi paciencia hasta reventar en 4 intentos de suicidio y varias desapariciones que podían durar horas, días, minutos que se prolongaban eternamente hasta ausentarme por completo, perderme en las profundidades de la vesania, mi realidad.

Entonces uno de los policías se atrevió a alcanzar mi cuerpo para sacarlo de las catacumbas de la cama. Mi realidad cambió para siempre, ya nunca volvería a aquella casa del centro de la ciudad. Mi nuevo lugar sería este tétrico manicomio donde nos tratan como animales, en estas cuatro paredes, dentro de las cuales no dispongo de más mobiliario que una letrina y un sarape para aminorar los gélidos vientos que por la noche recorren los pisos de ésta, mi nueva oscuridad. Por la noche se oye pasar el tren, acompañado terriblemente por los gritos de todos los que aquí estamos, todos los que no somos, agonizantes gritos que piden un descanso a las voces que cada minuto acribillan el pensamiento.

Los países más desarrollados tienen un manicomio central, por eso Díaz mandó construir esta copia del psiquiátrico parisino, que ahora llaman todos La Castañeda, y que en realidad es una granja de vivos que se murieron hace mucho, donde lo último que importa somos los que dejamos de ser hace mucho. La Revolución ha estallado y viene lo peor para nosotros; más abandono, más tristeza…

Desde el momento en que bajé el primer escalón hacia el vestíbulo de aquella casona en la avenida Juárez y pude ver los cuerpos sin forma, rigor mortis, de mi familia, no he podido mirarme a un espejo, por el temor de reconocer a Ramón en ese retrato y no a mí, Juan Orozco.

Todos los días desde aquel 15 de octubre de 1910, me han visitado mis hermanos y mis padres en el Pabellón de pacientes peligrosos. Cuando llegan arrastrando sus prolongados aullidos de dolor, yo me escondo en un rincón de mi celda para no oírlos, no verlos, no recordarlos. Desde ese día ya no me reconozco, ya no vivo, ya no como, desde esa noche cerré los ojos para siempre, incapaz de seguir mirando.

Daniel Rocha Villegas, abril 2013

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1 comentario

  1. 1. Josep García dice:

    Me ha gustado bastante, sobre todo el final, donde la frase encaja muy bien y va más allá del instante.

    Escrito el 3 junio 2013 a las 20:38

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