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Colonias Espaciales - por Rafael L.F.

Me giré al escuchar sus pasos y me entregó el libro de bocetos que había dejado en clase. Me dijo que la chica del dibujo era demasiado guapa para ser ella; su astuta inocencia me conmovió. Le dije que sí, que era muy guapa, pero olvidé decirle que no era ella a la que había dibujado.
No sé por qué estoy recordando ahora el primer romance que tuve en el instituto. ¿Estaré haciendo el recorrido de las mejores escenas de mi vida, con montaje y música emotivos, ahora que veo que esto se acaba? ¿O es porque me creí aquello que me dijo, que eso del coito era solo besarse? Sea como sea, a veces es mejor un poco de inocencia, antes que tener la certeza de que te queda menos de una hora de oxígeno en el traje.

¿Que cómo he acabado aquí? Parecía todo muy bonito en los anuncios del programa espacial. A diferencia de lo que siempre se ha pensado de los avances tecnológicos, casi dos siglos después del primer viaje espacial, la humanidad no ha dado aún ningún gran paso. Por supuesto, yo soy el único responsable de lo que me pase, y eso mismo pone en los documentos que firmé.

El segundo tanteo erótico fue ya en el primer curso de Academia, con la chica de Macedonia. Aquellas fabulosas curvas me ayudaron a comprender bastante bien la geometría espacial de las partículas en movimiento. Diez años de estudios obligatorios en la Academia y poco más puedo recordar que aquella fogosa del este, pero sí que me acordé de cargar en el traje un poco de música. Es indescriptible lo bello que puede ser el espacio mientras escuchas el Venus de Holst y te mentalizas para dejar de vivir.

Como colono de la primera promoción de la Academia de Colonización Espacial de la Tierra (ACET), estoy orgulloso de lo que hemos creado para las generaciones futuras. Con suerte, dentro de otros cien años y otras tantas vidas, se podrá decir que existe vida en otros planetas, aunque provenga de la Tierra. De hecho, ya se envió un primer grupo de cruceros teledirigidos, con algunos materiales terrestres, componentes necesarios para construir la primera instalación de recepción de colonos, microorganismos fotosintéticos y semillas de diferentes especies. Durante los veinte años que han durado las baterías, se ha estado trabajando por control remoto en las instalaciones y en campos de cultivo.

Fue una suerte que mi mujer pudiera acceder al viaje, o eso pensé los primeros dos años, hasta hace unas cinco horas. Mientras jugábamos la primera semifinal intergaláctica de ungravity basket, un estruendo horroroso nos sugirió que algo no iba del todo bien. Tuve el tiempo justo de ponerme el traje y alejarme de las explosiones, hacia lo infinito, pero fui el único que lo consiguió. “Queridos colonos: la Liga Terrestre Anti-Colonias os manda saludos. Este es el resultado del daño que le habéis causado al Todopoderoso Padre, y no es más que el principio de su Justicia Infinita”. Sí, era la voz de mi señora. Debí sospechar que el hecho de ser norteamericana podría traernos algún disgusto.

“Lo siento”. No eran palabras, era una sensación; un sentimiento. Noté un chasquido en las neuronas, como se oía en aquellas radios primitivas, y volvió a suceder. “Lo siento… obligaron…”. Y desapareció con el hundimiento de los cruceros estelares en el espacio sin fin, al ritmo del tema principal de Regreso al Futuro. No pude escoger otro tema, era ya todo demasiado desalentador. Además, habiéndose extinguido hace un siglo, siempre he pensado que, si me volviera coleccionista de reliquias de cine, algún día podría ayudar a restaurarlo.

Ya casi ha pasado la media hora. Empiezo a respirar con dificultad. No la culpo por lo que hizo; sé que la Liga dispone de medios muy potentes de persuasión y sometimiento de la voluntad. La conocí cuando empecé la especialización darwiniana de la Academia, durante los dos últimos años. Y, aunque Norteamérica fuera una de las pioneras en la búsqueda del Todopoderoso Dios Verdadero, allá por la década de la unificación, ella nunca pareció ser muy creyente.

Mientras la recordaba, no he visto que se me acercaba algo proveniente de los cruceros. Recuerdo el instituto y viene hacia mí. Casi no puedo respirar. ¡Es ella! ¿Cómo? Me está sonriendo. Tiene mi cuaderno. Desabrocha el seguro del visor del traje. “No tengas miedo. Confía en mí.” Ahora recuerdo lo que dibujé, su expresión y cómo cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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