El último beso - por jolman

Bajo la única farola encendida del polígono, espera Johny Lamborgini a que den las once. Los tiritones, mitad frío mitad miedo, le hacen estar atento. Escalofríos que suben y bajan por la espalda. No le molestan, le hacen sentir vivo. Sabe que pillará un trancazo y que después vendrá la fiebre que cuando pasa de treinta y nueve empieza a ver pompas gigantes por toda la habitación y a oír a Barón Rojo en concierto.
Con la torpeza que le dan unos guantes de cuero un poco grandes se sube la manga izquierda.
– Once y media. Pero, ¿dónde cojones están estos tíos?
Se toca el bolsillo derecho de la chaqueta. Busca el móvil. Duda si encenderlo y llamar para preguntar. Quizás han pasado de él y lo han suspendido todo. A lo mejor tiene un mensaje o una llamada.
No cree porque siempre le dicen lo mismo
– El teléfono apagao, eh!, si se suspende ya contactaremos contigo. Y si no, ¿no te gustan tanto los retos? Pues a joderse.
Decide no encenderlo, lo devuelve al bolsillo, no sin antes acercárselo a los labios y darle un sonoro beso. Es su manera de desearse suerte, desearse que vengan pronto, desearse dejar de sentir aquel frío que ya sube por las piernas. Una costumbre que tiene desde hace mucho. Desde que decidió que no necesitaba seguir vivo pero que le gustaba desafiar a la muerte y vivir bien, muy bien.
Le dio suerte cuando los diez mil euros por aguantar en el tanque de los tiburones del parque acuático con un corte en una mano. Cuando besó el cuchillo se llenó de sangre los labios y parte de la cara. Pero tuvo suerte, el otro tío era un "pringao" que casi no sabía nadar. Y es que no sabes a qué juegas hasta que no estás en el sitio. Sólo sabes la pasta que tienes que llevar.
Por su espalda aparece una moto pequeña. Dos tipos con cascos se paran en la esquina. Lo miran.
El que va de pasajero se baja y echa a andar hacia él.
El frío no le deja tener miedo pero sabe que si es un atraco han sabido elegir el día, el sitio y al tío.
En su chaqueta lleva un sobre con cincuenta mil euros.
Motorista y caminante llegan a su altura, no hablan, sólo lo miran.
Uno de ellos saca una barra
Él saca el bolígrafo, se lo acerca a la boca lo besa con desespero.
– Va limpio – dice el motorista- ningún móvil
Caminante lo empuja
– Anda, ¡Tío besucón!, sube de paquete en la moto. Yo os seguiré en tu coche. Dame las llaves – le pide alargando la mano.
Tres calles arriba. Salen del polígono. Detrás de una colina una pequeña casa de aperos.
En un pequeño recibidor encuentra una funda y una nota en la que dice que se la ponga en la cabeza.
Se pone la funda. La tela es fina y algo se ve. La habitación no es muy grande cuenta a unas seis personas a la izquierda. En la otra parte de la habitación una mesa con dos hombres más, uno sentado con una funda en la cabeza como él y otro de pie sosteniendo una pistola.
– Bueno, ya estás aquí de nuevo. Veamos si sigues teniendo esa suerte que te mantiene con vida. Aquí tengo tu coche y el de tu rival. Hay un sobre en la mesa con cincuenta mil euros. Falta el tuyo.
Se lo saca de la chaqueta. Lo pone en la mesa.
– Ya sabéis. La pistola sólo tiene una bala. El que salga vivo se queda con todo.
Le da la pistola a Johny.
Se la acerca a la cara, con la otra mano intenta levantar un poco la funda que le cubre la cabeza
¡No! no puedes quitártela.
¡Joder! Sólo subirla un poco. Es por una manía
– ¡No!
Se conforma y besa la pistola con la funda puesta.
No puede dejar de pensar que ese ha podido ser el último beso.
No muy lejos los coches van y vienen por la autopista, las botellas vuelven a rodar por la carretera pero esta vez gana el gato. Llueve, ha parado el frío.