La noche estaba cargada de un misterio denso, como un vaho que impregnaba las calles empedradas de la ciudad antigua. En un café que apenas se mantenía en pie, iluminado por luces parpadeantes y saturado del olor a tabaco rancio, Roberto estudiaba las cartas que tenía frente a él. Los bordes de las mismas estaban gastados, pero el brillo en sus ojos era puro filo.
Había llegado el momento que había esperado durante años.
Roberto no era un hombre cualquiera; su reputación lo precedía como un eco en las mesas clandestinas de póquer. Pero aquella noche, en el corazón del barrio más peligroso de la ciudad, no se trataba solo de dinero. Se trataba de redención, de venganza, y de un secreto que había llevado como un peso en el alma.
Frente a él estaba Caronte "El caballo" Caronte, un hombre cuya frialdad había helado corazones y cuya avaricia había destruido vidas. Hace cinco años, Caronte le había arrebatado todo a Roberto: su hogar, su familia, su honor. Y ahora, bajo las sombras cómplices de aquel café, Roberto iba a jugarlo todo.
La partida había avanzado lentamente, como un duelo de espadas donde cada movimiento era calculado al milímetro. Los espectadores, un puñado de almas tan perdidas como Roberto y Caronte observaban con una mezcla de admiración y ansiedad. Las fichas apiladas frente a ellos habían alcanzado una suma descomunal. Caronte sonrió con desdén al ver el último movimiento de Roberto. Era una apuesta desmesurada.
—Te admiro, Roberto, —dijo Caronte, su voz impregnada de burla. —Para alguien que lo ha perdido todo, tienes agallas. Pero debes saber que la suerte no está de tu lado.
Roberto se limitó a devolverle la sonrisa, una sombra de lo que había sido su expresión antaño. El crupier reveló la última carta comunitaria: un rey de corazones.Caronte se inclinó hacia adelante, sus ojos evaluando las posibilidades. Tenía un full house, una combinación casi imbatible. Estaba seguro de su victoria.
—¿Y bien? ¿Te retiras? —preguntó Caronte, confiado.
Roberto mantuvo la calma, sus dedos tamborileando suavemente sobre la mesa. Finalmente, empujó todas sus fichas al centro.
—Voy con todo —dijo con una serenidad que heló la sala.
El silencio cayó como una losa. Caronte observó a Roberto con desdén, pero también con una chispa de curiosidad. Lentamente, igualó la apuesta.
—Veamos tus cartas, ¡héroe! —gruñó Caronte, con un tono lleno de veneno.
Roberto reveló su mano: un par de ases. Caronte explotó en una carcajada que resonó en todo el café.
—¿Eso es todo? Ni siquiera haces un full house con eso. ¡Eres patético!
Pero Roberto no respondió. En cambio, deslizó lentamente su mano hacia el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una carta: un as de picas, inmaculado, brillante como la luna que apenas lograba colarse por la ventana.
El café entero quedó petrificado. Los ojos de Caronte se abrieron desmesuradamente al comprender lo que eso significaba. Roberto colocó la carta sobre la mesa con la calma de un verdugo ejecutando su sentencia.
—Siempre tengo un as en la manga, Caronte.
El color desapareció del rostro de Caronte mientras el crupier declaraba la victoria de Roberto. Los murmullos crecieron como una tormenta en la sala. La fortuna había cambiado de manos en un giro inesperado, pero para Roberto, no se trataba solo del dinero. Era el principio del fin para Caronte.
Con las fichas ahora frente a él, Roberto se levantó y caminó hacia la puerta. La venganza no siempre se servía fría; a veces, era mejor que ardiera como una llama incandescente que consumía todo a su paso.
Ahora,en ese instante Roberto se habia echo famoso declarando la victoria sobre su rival Caronte.
La noche había cambiado. Roberto ya no era el hombre roto que había entrado en aquel café. Era alguien nuevo, alguien que había aprendido que, en el gran juego de la vida, siempre había que guardar un as en la manga.