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A 27 metros - por Merche

Web: http://merchitagonzalez.blogspot.com

Me giré al escuchar sus pasos. Paco acababa de entrar en los vestuarios del club. Yo ya llevaba un buen rato preparando todo lo necesario para nuestra escapada. Cada vez que me enfundaba el neopreno, me acordaba de mi primera vez. Era una de esas cosas que tenía en mi "lista de cosas que hacer algún día". Fue a principios de un septiembre inusualmente caluroso cuando me decidí a probar y me apunté a una escuela de submarinismo. No podía evitar sonreír cuando recordaba cómo me había despellejado los nudillos al estirar del traje para metérmelo por las piernas sin conseguir que pasara de las rodillas.

– ¿Estás preparada? Hoy va a ser un gran día -Paco había sido mi instructor desde el principio. Aquel día lucía una sonrisa radiante. Era bastante guapo y muy agradable. Yo me sentía segura a su lado y disfrutaba mucho de su compañía.
– Estoy lista. Salimos cuando quieras -había hecho aquella inmersión muchas veces, pero seguía sintiendo las mismas mariposas en el estómago en cada ocasión.

Serían las 11 de la mañana cuando llegamos a la reserva de Islas Hormigas, a unas dos millas del puerto de Cabo de Palos. Una vez todo estuvo colocado en su sitio, botellas a la espalda, pesos en la cintura y aletas en los pies, nos sentamos en el borde de la embarcación. Nos miramos, contamos hasta tres y nos dejamos caer.

El agua estaba fría, aunque apenas lo notaba a través del neopreno. Pasados unos segundos, siempre pasaba lo mismo: mi cuerpo se relajaba, dejaba atrás los nervios y el miedo y una sensación de absoluta paz me invadía. Ya no escuchaba nada, tan solo el sonido de mi propia respiración.
Enseguida nos topamos con las primeras doradas, un par de sargos parecían ejecutar un perfecto baile sincronizado e incluso avistamos varios espetones, morenas y hasta una tortuga. Nadamos pausadamente junto a una pared de varios metros de hermosos corales. Los animales, sintiéndose seguros, campaban a sus anchas entre nosotros. Si estirábamos un poco los brazos, casi podíamos llegar a tocarlos.

A 27 metros de profundidad, alcanzamos nuestro objetivo: el pecio Naranjito. Mágico, misterioso y lleno de vida, el mercante hundido descansaba sobre un lecho de arena y recibía la visita de curiosos de cuando en cuando. Recorrimos el barco de proa a popa, rodeando con cuidado pasarelas y huecos. Una pareja de enormes congrios había encontrado allí un excelente refugio. Me acerqué a la zona de la bodega. Sabía que era peligroso, podía engancharme o cortarme con cualquier hierro corroído, pero la curiosidad fue más fuerte que la prudencia. Me asomé al interior del casco y vi algo de un color llamativo. Allí dentro había una botella de oxígeno. Giré un poco el cuerpo para mejorar el ángulo de visión. El corazón me latía frenético. Pegado a la botella, yacía un cuerpo, un cuerpo humano. Estaba oscuro, pero no había duda. El cuerpo sin vida de un buceador se distinguía entre los sedimentos. Quería gritar, buscar ayuda, pero allí abajo eso era imposible. Me temblaba todo el cuerpo y casi no podía mover las aletas. Me concentré en el sonido de mi respiración para intentar calmarme. Nadé con dificultad hasta mi compañero y entendió al instante que algo pasaba cuando vio a través de las grandes gafas mi mirada aterrorizada.

Dos horas más tarde, varias decenas de curiosos se aglutinaban en el puerto. Yo no había dejado de temblar desde que salí del agua, a pesar de que un enfermero me había enrollado en una toalla enorme y la temperatura rondaba los 30 grados. Paco me rodeó con sus brazos, yo me dejé abrazar.

– No saben con seguridad de quién se trata, pero se especula con que podría ser Mario Arnedo, hijo del conocido empresario Domingo Arnedo. Desapareció a principios de primavera y seguía sin saberse nada de él. Por lo visto, era aficionado al submarinismo, pero aquella mañana salió de casa sin decir a dónde iba. Cuando la familia denunció su desaparición, los buzos de la Guardia Civil hicieron una batida por la zona, pero no encontraron ni rastro del chico. Parece ser que, al no encontrar acompañantes para su incursión, decidió sumergirse sin más compañía que la de la inmensidad del océano.

En esos momentos, una lancha de la Guardia Civil atracaba en el muelle. Bajaron el cuerpo envuelto en una bolsa. Cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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