Esta semana proponemos escribir un relato que contenga las palabras: montaña, nieve, payaso, almacén y soledad.
Recuerda que en estos retos no hay límite de palabras ni otro tipo de restricciones. ¡Feliz escritura!
Puedes dejar tu texto como comentario a las entradas de este post. ¡Feliz escritura!
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Beatriz siempre estaba alegre, pero hoy se encuentra triste en su habitación que parece un almacén de peluches. No es ésta la compañía que yo necesito, piensa.
Es el primer día de las vacaciones de Navidad y no podrá ver a Pablo.
Después de comer, coge su chaquetilla y sale a dar un paseo, todavía no es la hora de entrar al circo.
Es un invierno extraño. Camina por la estrecha calle que permite ver, entre sus dos líneas de edificios en paralelo, las montañas con su típica mancha blanca bajo la cornisa de las buitreras.
Este año se echa de menos el bullicioso grupo de niños tirándose pelotas de nieve en la explanada del Campo Cigüeñas.
Ya en el circo, se cansa de ver tigres, panteras, leones y elefantes. Los acróbatas, un poco menos aburridos, pero ni un solo clown vestido de arlequín.
No pudo ver a Pablo, pero se encontró con el desagradable trío calavera: Peque, Néstor y Chano. Crisparon su víscera y, como consecuencia, para poder destilar y rebajar la presión de estos malos humores, llegaban a su mente expresiones como: patéticos, imbéciles, estúpidos, ridículos; como tapones que iba eliminando.
Ya oscurecía y, al pasar de nuevo por el Campo Cigüeñas, vio, ahora sí, un grupo de niños y niñas que, con grandes guantes acolchados, jugaban a ver quién daba la bofetada más sonora. Este es el personaje que me faltó ver en el circo, pensó Beatriz. El payaso.
Y continuó hacia casa sintiendo, ¡Dulce soledad!
Mientras jugueteaba a lo tonto con la nieve, haciendo el payaso,
al pie de aquella montaña, recordaba una a una, cada oportunidad perdida, ordenándolas por fechas, ciudades, personas y colores, para luego desordenarlas al azar y buscar relaciones ocultas entre las ranuras de ese amasijo que a veces acostumbro llamar: mi pequeño almacén de vacío y soledad.
En la calle cincuenta, a dos cuadras de la avenida Watson, los citadinos no tenían quejas con los apartamentos. no era el caso para los visitantes de otras ciudades los cuales no estaban acostumbrados a enormes rascacielos con poca hermeticidad al ruido, el ruido de los autos y transeúntes que, golpeando en los blancuzcos ventanales, retumban en los apartamentos y almacenes de acostumbrados arrendatarios y empresarios. Cerca de estos colosales edificios se encontraba el hospital Harmel donde trabaja Carlos. Llegaba en su auto y, en sepulcral silencio, ascendía desde el estacionamiento y caminaba por los pasillos iluminados por el azul cobalto de las lámparas en dirección a su oficina.
Era hombre de animo diligente que no perdía tiempo en su trabajo. había crecido en las montañas, viendo a su padre talar leña en compañía de su hermano mayor, aquel era su futuro, donde la distancia parecía no cumplir sus sueños de ingresar a la escuela. Luego se mudó con su madre a una zona urbana donde ingreso por primera vez al instituto. Allí fue becado por buenas calificaciones. Estudio medicina demostrando su pasión por su profesión en cada momento. siempre atento y dotado de un don inapto para quirófano, se ganaba el cariño de los pacientes en cuanto los atendía. Ayer acababa de consumar una cirugía con un paciente. Se trataba de remover un tumor que afectaba parte del hígado, la mujer moriría en meses si no se intervenía una extirpación. Sabiendo que lo felicitarían en el piso de ceremonias el día de hoy por tal hecho, evito hacer contacto visual con las secretarias. La jefe de departamento lo llamara a su oficina, dirá unas cuantas cosas intrascendentes, y al salir encontraría a todo el personal médico, al igual que médicos asistentes, de pie, aplaudiendo, y con un pastel esperándolos en la sala de celebraciones. Carlos se acercó a una puerta con la inscripción “médico de cabecera”. Abrió la puerta y sentándose en el escritorio, comenzó a trabajar.
La celebración hubiese sido igual a las anteriores si en esta ocasión no se hubiese presentado al nuevo hospitalario que lo ayudaría en su ausencia. Había pasado una semana desde que se ofreció el empleo de médico hospitalario, dos habían sido rechazados por su hoja de vida, según le había comentado la jefe de departamento. Angela tenía un rostro rectangular, su nariz corta obligaba a mantener sus lentes muy adheridos a sus ojos almendrados y su pelo lisado caía perezosamente en sus hombros, aquella mujer seria su nueva ayudante. Aquel día cruzo con ella unas breves palabras. Los días siguientes, Carlos descubrió que su pecho se abría al escuchar la voz de la nueva hospitalaria, el suave y dulce canto de sus palabras parecían envolverlo en hechizo donde el era la serpiente y ella el encantador. Cumplido un mes, ella lo llamaba Car. Luego dejo de pedir permiso para entrar a su oficina y, en cómplice descaro, le daba los reportes cerca de su oído, como si aquello fuera un secreto. Carlos se había enamorado.
Al llagar navidad, todos en el personal médico sabia de su relación. Carlos desviaba las charlas cuando Méndez, el médico de cabecera de dermatología, con el que compartía ligeramente una amistad, intentaba tocar el tema. Por otro lado, Angela la llamaba amor bajo el encanto de una sonrisa alegre cada vez que podía, y esto ante todo el personal. Para Carlos era como una puñalada en el corazón. Una parte de él amaba a la chica, otra buscaba huir de ella, pero ambas partes la estaban enamoradas, no quería dejar aquel sentimiento olvidado, desconocido en la soledad de su alma, quiera más, y lo quería para siempre. Angela pasaría noche buena en la ciudad donde viven sus padres mientras que Carlos saldría de su casa bajo la fría de la nieve y conduciría al hospital con total normalidad. Al regreso de su amante, le proponía matrimonio y sellaría para siempre el pacto de amor.
El historial clínico arrojaba daños craneales. El cuerpo había salido del auto tras el impacto, encontraron el cuerpo tirado en el asfalto bajo un charco de sangre. Había sufrió una desgarradora herida en la pierna al salir proyectada del autor. Según dato forense, falleció pasados unos diez minutos del impacto. Aquello bastaba para salvarla, se dijo Carlos mientras bajaban el ataúd entre llanto y el sonido de la pala que se preparaba para dejarla metros bajo tierra. Angela había tenido un accidente cuando regresaba de casa de sus padres. Y allí, bajo los negros nubarrones que amenazaban con llover, Carlos derramaba la primera gota emergida de las cuencas de sus ojos, las lágrimas calentaron sus mejillas. de momento lo ignoraba todo, un telón de hierro ocultaba las respuestas y se vio perdido en el mar de la confusión, como si las olas negras se encresparán y azotarán su frágil embarcación. Miro al firmamento, y las nubes le negaban el brillo del sol, ya no había luz. De pronto, obtuvo la respuesta, la vida volvía tratarlo como un payaso.
Tatatata
Tatatata…
Pi pi pi pi …
El repiqueteo del martillo hidráulico ahoga los gritos de los muchachos que juegan en un parque a las afueras de la gran ciudad.
Utilizan la cabeza de un muñeco de payaso a modo de balón de fútbol.
David, el más pequeño engancha un buen zurzado y cuela la cabeza por encima de la vaya que justo va a caer en la cubierta de hormigón armado. Cuando los niños se asoman apenas se ve la nariz ahogándose en el cemento.
Sólo queda nieve en la cumbre de una montaña, es verano y el guarda de la obra fuma a la puerta del almacén viéndolo todo en la soledad de su cubículo.
Aspira profundo, tira el cigarrillo, lo pisa mientras echa el humo por la nariz y por la boca alternativamente, se levanta y agarra la cabeza un instante antes de que el hormigón se la trague, la sumerge en el bidón de agua y se la lanza a los chavales.
Los niños chillan de nuevo, el guarda se vuelve a sentar, enciende otro cigarro y mira su muñeca. Ya son las 18.00, solo queda media hora para salir del curro, saca su móvil del bolsillo y marca el contacto de su amigo Fredo, en tiempos trabajaba de payaso. ¿Qué sería de él después de treinta años? Tenía una zurda de campeonato.
Era otra cálida tarde de verano en casa de Kim. Lo había intentado todo, poner la cara delante del congelador, tumbarse en el suelo de mármol del salón, incluso abrazar una botella de agua fría. Sin embargo había estado haciendo el payaso, la soledad y los 40 grados le embotaban la cabeza. Bajó al almacén del sótano en busca de un ventilador que la refrescara y, de paso, le alejara las nubes grises que tenía en la cabeza. Al abrir la puerta del almacén un resplandor la hizo cerrar los ojos. Los abrió poco a poco para acomodar la vista mientras le daba un escalofrío y observó un precioso paisaje ante sus ojos. Un enorme bosque boreal se extendía delante de ella, miles de pinos y abetos cubiertos de nieve descansaban alrededor de un profundo y tranquilo lago, al fondo, una imponente montaña nevada. Hacía sol, pero no tenía nada que ver con el sol abrasador de fuera de su casa, era un sol cálido y reconfortante que combinaba perfectamente con el frío del ambiente. Kim cogió una manta que había en una cesta al lado de la puerta, se envolvió en ella, cerró el almacén y se sentó, observando el paisaje y olvidándose de la realidad.
El repiquetear de las láminas al levantar la puerta del almacén se oyó por todo el pasillo, seguido del golpe seco al llegar a su tope. Un fuerte olor a pasado le inundó la nariz, palpó en la oscuridad buscando el interruptor de la luz. Parpadearon los fluorescentes, flashes iluminaban ahora unas viejas raquetas de montaña, ahora unos zapatones de payaso, su padre con ellos puestos festejando su cumpleaños, ahora su antiguo equipo de acampada, con el que tantas veces había hecho cima en el monte perdido, su preferido. Y montones de cajas, unas grandes, otras pequeñas, iban quedando al descubierto durante las ráfagas de luz. Recuerdos de adolescencia, se leía en una de ellas, Mayores aprendizajes, en otra, Los amigos, La búsqueda de sentido, Recuerdos alegres, Recuerdos tristes, Soledad, y en lo alto una gran caja donde ponía Amor. Sonrió, era la caja más grande de todas. Decidió satisfecho que sólo se llevaría esa. Bajó de nuevo la puerta y avanzó por el largo pasillo hasta perderse en la lejanía.
–¡Me está viendo cara de payaso! – la voz del teniente Douglas retumbo en la habitación.
Yesika Pink vio como fue noqueado. Un militar se le acerco y tras haber recibido una orden, pego el culetazo con el M-16. Luego lo arrastraron al interior de un edificio, allí donde el teniente Douglas Doudteg se encontraba. La misión había sido suspendida, ahora Henry vestía su traje habitual, bata de científico y unos lentes circulares que le quitaban todo el aspecto heroico que hace unas horas lo poseía. Afuera, reinaba la confusión, nadie salía a dar explicaciones. Cuando aquel aparato cayó sobre el asfalto de la pista, hubo interferencias en las señales, todo dispositivo de comunicación quedo inservible durante una hora. Llegadas las dos de la mañana, Llamaron a Henry al edificio. Media hora después, dos militares salieron con sus fusiles aferrados en torno a sus brazos, atravesaron la multitud que había hecho de calle de honor y se acercaron donde la periodista. Alguien dentro había pedido su presencia, Yesika los siguió incrédula.
En los pasillos del edificio gobernaba la soledad. La condujeron a una habitación y, al entrar, el teniente Douglas dibujaba un enojo evidente. la habitación se encontraba amueblaba, sus paredes grises daban cierta rudeza al ambiente. Vio a Henry que miraba aterrado hacia adelante, sudaba. Al seguir su mirada, Yesika observo a un Henry crecidamente maduro, con una mandíbula poblada y ojos hundidos, pero pese a la carnosidad de sus brazos y el pantalón militar hecho algo jirones, no había dudas de que era Henry, un Henry mucho más viejo. su rostro tenía estalas de estar sangrando.
–¡Cree que estoy bromeando! – dijo el hombre que decía llamarse Henry levantándose. La silla en la que estaba sentado dio contra la pared.
En la habitación había otras personas desconocidas para Yesika, excepto el presidente, que se alejaba de una de las pareces en donde estaba arrimado.
–¿Dijo que había cambiado la fecha y el lugar de llagada? – pregunto el presidente.
–¿eso dije? –
–¿es eso posible? – el presidente miro un hombre delgado que usaba bata al igual que Henry.
–e…eso es imposible, las mag…magnitudes que habíamos filtrado en el colisionador eran…eran…eran inmodificable en la caja cuántica– el hombre temblaba.
–¿sebes quien viajo en la maldita nave George? – dijo el hombre que decía llamarse Henry – ¡viajo el maldito creador de máquina del tiempo! Cambié el orden de llagada manipulando los taquiones con una válvula hirdrocuantica, la escondía en la mochila el día que partí– señalo a Henry– pueden revisarme la mochila.
Todos clavaron la mirada en Henry por un momento. Hubo silencio.
–¿Por qué lo haría? – un instinto periodístico la llevo a preguntar, odiaba los silencios y no pudo contenerse. Aunque no entendiese nada, ni supiese de que hablaban, Yesika pregunto con seguridad
–¿Quién diablo es usted y que hace aquí? – gruño Douglas. Los ojos de Yesika recorrieron los rostros de cada uno buscando quien había solicitad su presencia.
–yo le pedí al presidente que la hiciese entrar–dijo un hombre de nariz larga– es la única periodista dentro de la base, es mejor tenerla aquí que allá fuera, nunca se sabe con ellos.
–¿Por qué lo haría? – Yesika repitió mirando al hombre que decía llamarse Henry. Todos volvieron a mirarlo, Yesika supo que aprobaban sus preguntas.
–si, te recuerdo bien a ti, eres la periodista Yesika Pink, bueno, que te lo diga mi yo del pasado, a ver si todos esto tiene sentido.
–¿Henry? – pregunto Yesika.
De nuevo hubo silencio.
–No sabía con qué me encontraría en el futuro, ¿diablos, que está pasando? – dijo Henry con voz apagada – serian veinte años… ¡el mundo cambia en veinte años! …tuve miedo mientras me despedía de mi hija, ella me entrego aquella planta y…y…tuve miedo de no regresar.
–hicimos bien– dijo el hombre que decía llamarse Henry – Créeme, el futuro es un asco. Además, no regresaría si hubiese llegado al destino calculado.
–¿Cuéntanos? – Yesika lo miro desafiante.
–No volveré a escuchar esa estupidez– dijo Douglas, se volvió al presidente: –señor presidente, no podemos permitir que …
Todos los presentes se habían acomodado a escuchar. El presidente se poso sobre uno de los mubles. Yesika se acerco tomando uno de las sillas cuando el hombre que decía llamarse Henry levanto la silla que había remado contra la pared, se sentaron como para una entrevista y la periodista saco papel y lápiz del pequeño bolso que traía bajo la luz de la farola. El teniente Douglas también se sentó.
–¿Qué le parece si nos recuerda su nombre? – dijo Yesika.
–Mi nombre es Henry Miller–
–ok Henry, empecemos desde hoy. –
–En la noche de hoy, viajé al año 3000. El destino eran las montañas de norte, cerca de la costa oeste, tenía pensado guardar la nave entre la hierba para luego ir a buscar ropa en los almacenes de la ciudad de hilvalley. Conozco el lugar como la palma de mi mano, realice muchas investigaciones allí. Decidí llegar en navidad, por las luces, ya sebe, nadie se preocupa por extraños rayos de luz en esa época. Lo recuerdo bien, hacia frio cuando llegue, afuera caía había nieve…
La nave había quedado enredada entre las ramas de los árboles. Las baterías quedaron inservibles después del salto cuantito. La punta de la nave apuntaba al piso así que todo se había echado hacia adelante. Una herramienta había pasado cerca del rostro de Henry cuando colgaba, abrochado, en el sillón…
¬
Un día mas, donde el almacén de payasos desfilaban por la tele, nosotros como siempre en la ficción de cada día, tu montaña de palabras ocultaban soledad y la nieve de mi alma.
Nene, me gusta tu microrrelato, es muy evocador y para mi gusto le has dado sentido a todas las palabras. Una cosa si me permites…cuidar el singular y el plural entre sujeto y verbo. “el almacén de payasos defilaba” “tu montaña de palabras ocultaba”. Un saludo!!
Muchas gracias!por tus observaciones Trissia
Javier llego en las horas de la noche, cuando la lluvia refrescaba las calles empolvada y los perros callejeros se guardaban bajo los maltrechos andenes del barrio de los charcos. Era joven y de tez muy fuerte, uno de los pocos hombres de color que habitaban el barrio, tenía un rostro rectangular y sus cabellos, pese a ser afro, evidenciaban el mestizaje en el lacio de su textura.
Calentó comida hecha en la mañana, y luego se hecho un baño. El ajetreo del trabajo parecía deslizarse bajo las frías aguas de las duchas. Con la cabeza inclinada hacia abajo, un sollozo salió de sus pulmones en abatida pasividad, se dio cuenta que necesitaba verla. Luego marco un numero en su celular, sabía que vendría, sabía que llegaría, que estacionaria su auto ante las paredes negruzcas de las viviendas humilde de su barrio y tocaría su puerta.
Le marco, le dijo que llegaba en una hora.
Cuando las luces del Golf de lámina negra derramaron sus fotones en las ventanas de Javier, se levanto de los muebles cafés en el vestíbulo y abrió la puerta. Desde el umbral, vio cada paso que daba la mujer mientras el grifo de su corazón se deshielaba bajo el abrazador fuego de su presencia. Hubo charlas, risas, recuerdos, lagrimas, de nuevo risas, de nuevo recuerdos, en particular recordaron el viaje a las montañas del arroyo bajo las capas de nieve que, en pleno invierno, los almacenes eran vaciados debido al horror del frio. Ella lo llamo payaso por no ponerse un abrigo de tela gruesa aquella mañana.
Luego hicieron silencio en el alba de la acabada noche. y Dos horas después, volvió a su soledad.
HÉROES HUMANOS.-
Los héroes también tienen miedo. Llego a casa después del trabajo, abro la puerta y empiezo a desnudarme: los botines, mi vestido de cuadros, los guantes, la mascarilla, las llaves…, me espera una bolsa de basura abierta. Camino desnuda al baño y dejo que un potente chorro de agua caliente caiga sobre mi cuerpo, lo cubro de gel desinfectante y lo acaricio lentamente, con fricción desconocida, mientras lloro con espasmos contenidos.
Desde la ventana de mi cocina veo la montaña lejana, todavía hay nieve en sus cumbres en esta primavera tan extraña. El aroma del café despierta mis sentidos y se me agolpan los recuerdos de la pasada noche, demasiadas muertes…a pesar de tantas vidas salvadas.
Oigo a Jorge desperezarse en la cama, mis dos niños ya se levantan, corretean hacia mí y se paran alejados, se ríen…Jorge lleva una nariz de payaso que dormitaba en el almacén y empieza con sus gracias:
— Buenos días, soldaditos, ¡Quietos ahí! Abrazos en la distancia.
Y baila, y ríe, nos contagia de felicidad y yo me siento agradecida al ver que la soledad no habita esta casa.-
UN MAL RECUERDO EN EL COVID19
Es inevitable el no pensar, en no rememorar recuerdos cuando mi mente está aita de holganza, de cansancio al no tener ante la vista algo más que un cerrado apartamento.
No se trata de que pueda releer algún libro de la estantería, que pueda escribir en el diario o que participe en Internet en algún concurso de cuentos y poemas o cualquier otro tipo de entretenimiento; me molesta la situación, la calma del espíritu se vuelve impaciente en lo que tendría que ser siendo sosiego y bienestar.
Me acerco a la ventana mientras tomo el primer café del día, por si atisbo algún asomo de alegría o ilusión, pero nada de nada, ni una figura humana ni tan siquiera el buldog del vecino al que cada día obliga a su amo a pasear rastreando todos los árboles para dejar su impronta.
En lontananza, bajo la luz del sol, las montañas enseñan orgullosas sus crestas cubiertas de las últimas nieves invernales, que se asemejan a una capa de armiño como si quisieran resguardarse del frío.
En uno de estos recuerdos, con una sonrisa triste pienso en Dionisio, el mejor amigo que tuve en aquellos años de juventud y que además era querido por todos en el almacén de repuestos de automóvil donde trabajaba; por su honestidad, por su servicio y ayuda que con una sonrisa estaba siempre dispuesto a ofrecer.
En un día como hoy, veintidós de abril de hace treinta años, brindo un saludo a mi amigo en esta soledad de la habitación, delante de la foto que un día nos hicimos juntos con la cabeza rasurada por una apuesta, que como buenos maños estuvimos dispuestos a no perder.
Colaboramos en algún acto que le gustara hacer el payaso para hacernos reír, como preparar una lámina de madera y decir a cuatro compañeros que le pasearan por la calle encima de ella, como si fuera la alfombra de Aladino. Era un tipo algo chaparro y fornido y acudía al gimnasio para hacer prácticas de boxeo.Terminó en seguida, no le gustaba pelearse con otra persona.
Pocos años estuvimos juntos, no nos dio tiempo para más. Marchó fuera de la ciudad al conocer a una chica y pensaron que en el pueblo donde estaban sus padres podían crear una familia. Le proporcionaron un tractor y una segadora para empezar con el servicio de alquiler a minifundistas que no les salía a cuenta la compra de maquinaria.
Trato de minimizar el recuerdo para no herirme más. Dionisio, dos años después tuvo la desgracia de volcar con el tractor en un terraplén, y por las heridas recibidas tan graves no pudo sobrevivir. Tenía veinticuatros años. D E P
Hola Gustavo
Como en tapocas palabras has podido decir tanta cosa.
me ha gustado. saludos.
En la soledad del almacén me quito con brusquedad la peluca de payaso tras otra función fallida. Curiosamente, esta derriba un viejo cuadro de una montaña cuya nieve en el pico pareciera amenazar con derretirse como un helado. Evocando tus recuerdos me acurruco junto al cuadro y dejo que el dolor de mi corazón se apacigüe.
– Todavía te quiero.
Desde el practicable, Marlon contemplaba al publico que llenaba las gradas del teatro. El evento de declamadores se realizaba cada dos años y desde el ultimo bianual se había estado preparando a sudor y sangre. En el escenario su más grande competidor dominaba el escenario con una naturalidad exquisita. Como se esperaba desde los diez años que se vienen observado, ambos llegaron a la final.
Algunas veces solo basta con que una mismo se convenza de que es capaz de lograr las cosas, no se les ha dado a los humanos el manual para controlar los infortunios.
Marlon había perdido a la voz hace diez minutos, luego de haber terminado el poema que lo catapulto a la final. La rabia y la impotencia hinchaban sus ojos, y la esperanza, cultivada en las largas horas de practica que prometían coronarlo este año, se espumaron como neblina en la aurora. Por un momento creyó haber una solución cuando comento su problema a los organizadores, esto lo tranquilizo; pero los jueces, que, en el palco se sentaban implacables, no lo considerarían.
Ya todo estaba dicho. No había solución, no había remedio, no había esperanza, no había ayuda, no había consideración, no había milagros, no había deus ex machina, no había suerte, no había nada. Salir al escenario en esas condiciones, bajo el chorro de luz de los reflectores, seria ver a un artista de circo, seria ver a un payaso. Seria ver la exhibición tras las vitrinas de un almacén del hazme reír consagrado.
Cuando lo llamaron para salir, afuera, rumbo a su casa, dejaban huellas sobre la inmaculada nieve en el frio de diciembre.
Al día siguiente, tras ver la noticia en los periódicos, donde su competencia era laureada ante los complacidos rostros de aquellos que hacía parte del público, y los rostros de hierro de los jurados que, con una bravura garrafal, abrían las comisuras de sus labios esbozando una sonrisa. Marlon se sintió caer en lo profundo de la soledad, como un fósil olvidado retratado en el saliente de una montaña.
En las actuales circunstancias, ciertamente que me resulta harto difícil pergeñar algo coherente, máxime cuando lo mío es la incoherencia.
Nací y viví hasta mi juventud en un pueblo de montaña, donde la nieve en invierno era compañera más que asidua. Me recuerdo con pantalón corto y nieve hasta la rodilla, donde para salir de casa, era imprescindible apartar la nieve con una pala. Y de paso, aquel día al menos, no había escuela, bendita nevada. De igual forma los mayores, y yo en su momento, tenían que hacer una vereda hasta el cercano corral donde permanecían estabulados los animales. En las calles del pueblo, las personas en su deambular, acaban haciendo vereda que si derretía algo por el día, a la noche quedaba convertida en hielo crujiente. Unos enormes chupones pendían de las canaleras; de vez en cuando, por su peso, alguno se descolgaba.
—No lo chupes —advertía mi madre— que luego te picarán las lombrices en el culo.
Y era cierto, ignoro la conexión entre el chupón y las lombrices, pero así era. A rascarse el culo sin conseguir nada. Hasta que la madre o la abuela te tumbaban sobre sus rodillas y con el culo en pompa y armadas de un imperdible de aquellos grandes, te iban sacando las lombrices que te causaban la desazón cular.
Los críos aprovechábamos aquellas nevadas para hacer payasos de nieve, pero éramos más proclives a hacer unas bolas grandes y vaciarlas por dentro tapándolas, para dando la impresión de que eran macizas, el gárrulo de mala folla que solo pensaba en destruirlas, se cayera dentro quedando atrapado en su interior.
Luego teníamos las parideras, almacén de pasto seco para el ganado y dormitorio de los mismos animales: cabras, ovejas, gallinas. Veíamos a los pobres gorriones guarecerse bajo las barderas evitando la nieve. La soledad y el silencio en aquellos días de nevadas profusas, son dignos de haber sido vividos; copos como euros cayendo pausadamente, sin prisa pero sin pausa. Días y días aislados hasta que los caminos, entonces no había las comunicaciones que hay hoy, quedaban mínimamente transitables. Y si se venteaba la nieve, el resultado podía ser épico. En las trincheras del tren minero, junto al pueblo, una máquina de vapor quedó empotrada contra la nieve y tuvieron que enviar otra para que tirara de ella para atrás y así liberarla.
La nieve puede ser maravillosa para quien va a esquiar, pero cuando se tiene que pisar con pocos o nulos medios o soportar la ventisca, mejor quedarse en casa al abrigo de una buena chasca de leña o al amor de una estufa viendo caer los copos, sin prisa, pero sin pausa.
Y eso lo podías vivir en un solo día, con lo cual, las aventuras se multiplicaban en cada invierno.
Me desperté con la sensación de estar encerrada, en una habitación a oscuras,en un almacén helado,todo era silencio,mis latidos se convertían en terribles golpes de llanto cada vez mas agudos.
Un frió intenso recorría mi piel,ensordecedor,peligroso,como la nieve que cubre con su helado manto las montañas que amurallan mis pensamientos.
me desperté con ella, ella me acompaña siempre.
Ella hace que me sienta como un niño en un circo,lleno de risas y payasos, todo lo que se ve es bello, pero debajo de ese de maquillaje,se deja ver la oscuridad.
Carla se asomó a la puerta de su dormitorio, pero no fue capaz de entrar. El olor a flores que la recibió le hizo enfrentarse a recuerdos para los que aún no se sentía preparada. Paseó la mirada por las paredes vacías, en las que solo quedaban marcas oscuras.
Dando pasos pequeños, se atrevió a atravesar el umbral y fue a sentarse en la cama. La luz de la tarde entraba sin su permiso por la gran ventana sin cortinas. Mientras acariciaba la colcha, Carla dirigía pequeñas miradas a la habitación, como una extraña que la viera por primera vez. En su rincón favorito, el más luminoso de la casa, la silla de mimbre que solía usar para leer estaba vacía. Se habían llevado el payaso de peluche que los había acompañado desde siempre. Recordó que lo habían comprado en una tienda para turistas aquella vez que fueron a ver la nieve a la montaña. Y había ocupado su silla desde entonces.
Carla se levantó y se acercó al tocadiscos, donde un vinilo parecía haber quedado olvidado. Colocó la aguja y al instante la voz nasal de John Lennon cantando “We’re playing those mind games” le dio un pinchazo en el corazón. Sacó el vinilo y lo arrojó al suelo.
Sintió cómo le ardía la cara y se le humedecían los ojos. Se acercó a la ventana y gritó con toda la rabia de su cuerpo. Lo mismo que todos los días anteriores; pero tampoco funcionó.
Por muy fuerte que gritara, no era posible expulsar la descomunal soledad que la llenaba.
El invierno golpeó inclemente al poblado ese año. La primera helada dejó una densa capa de nieve sobre las calles alzándose por encima de las rodillas. No podía dejar de ir a la fábrica ese día y no contaba con la vestimenta necesaria para enfrentar tanto hielo. Era menester que ese día usara el transporte público.
La distancia entre mi casa y el paradero del bus era corta, pero la nieve era tanta que no tuve más remedio que usar una braga de goma para evitar mojar la ropa.
El autobús estaba prácticamente vacío. Únicamente pude advertir al fondo a un par de adolescentes susurrando una la otra mientras me miraban con destellos de burla en los ojos. En realidad no las culpo… Yo lucía como un payaso vistiendo aquella prenda de goma y un gorro que ocultaba casi la totalidad de mi rostro.
San José no podía catalogarse como ciudad, pero tampoco era tan pequeño para ser llamado pueblo. Se situaba sobre una montaña que formaba parte de la gran familia de la cordillera y mi oficina estaba ubicada en la cima de esta, como una cereza sobre un helado.
Era domingo, las calles estaban desiertas, la senda que conducía a la fábrica solo era transitada exclusivamente por los trabajadores, por lo tanto, yo era la única persona en aquel lugar y era necesario que fuese así.
Los celadores se protegían del frío dentro de la garita y no se percataron de mi irrupción por un orificio en la cerca perimetral cubierto solo por arbustos.
Me encaminé directo al almacén y con la soledad como mi cómplice puse manos a la obra y procedí a limpiar los restos de sangre que manchaban el baño de aquella oficina para ocultar las huellas de mis más siniestros impulsos.
El mundo es un lugar oscuro dicen algunos. Yo no lo creo… el mundo es un prado con ovejas donde algunos lobos llegamos arrastrando nuestras sombras.
El viajero se dio por vencido, sin escape, me empecine en sonreirle a la muerte, ¿Habría alguna esperanza en esta empinada montaña?, la respuesta no se hace presente. Tengo frío, la nieve me enrosca, no quiere soltarme, todos han muerto, tan solo quedo yo, moribundo, rozando la soledad, acogido en un avión sin vuelo, mayday me muero. Llevo quince días aquí, atrapado, solo y sin escape, esperando la muerte etérea, no soy un superviviente, solo un chico con suerte, aunque mi suerte no sea legitima, es solo un espejismo que quiero ver. Alucino vivir, volver a casa, saludarlos a todos, sentir su calor, embadurnarme de amor; el anhelo sin respuesta. Parece ser que me encarcelaron en un almacén de cadáveres, creen que estoy muerto, ¡no!, estoy más que vivo, ¡Estoy viviendo al lado de mi muerte!. Mi universo se desvanece, mi mirar se oscurece, mantendré una sonrisa agónica, fingida, por ser el ultimo en morir, como un payaso solloza por dentro, y con mi sangre derramada digo, esto no fue un suicidio, tan solo no pude vivir, la daga misantropa, acaba de vengarse.
Reto 21: Escribe un cuento con las palabras montaña, nieve, payaso, almacén y soledad.
Caminamos hacia un pueblo que ahora parecia una montaña por la cantidad de vegetación.
Curioso como poco la naturaleza mejora cuando no esta la presencia humana.
Hacia bastante frio.
Poco a poco la nieve comenzó a cubrir nuestras ropas.
Llevábamos bastante tiempo caminando
Estamos cansados.
Vimos una tienda que aun está funcionando
Nos acercamos
Y encontramos un almacén con bastante comida.
Y al parecer no encontrábamos señales de personas.
Toda esta cubierta de una gran soledad.
Las tiendas
Los restaurantes todo estaba vacio.
Era como si todas las personas hubieran desaparecido el dia anterior.
-¿Es como la abducción? ¿no? O la tribulación, dice ella.
No recuerdo bien el nombre, cuando se llevan los justos y solo dejan los pecadores.
“Debimos haber cometido un pecado imperdonable para ser los únicos del sitio para no ser llevados”
Prefiero no comentar y seguimos avanzado.
Pero no hay nadie.
Ni una sola alma.
Otro pueblo fantasma.
¿donde estan todos ?
Aunque discutieramos.
Me agrada estar con ella.
Estar solo supongo que produciría locura.
Vemos cómo crece un bosque donde antes era una ciudad.
“A freddy le hubiera encantado pasear en este lugar”
“Suficiente” le digo pero se que es en vano.
“Solo era un niño, no merecía lo que le paso ”
“Teníamos que hacerlo”, le digo.
“Hoy cumpliria 6 años.
ÉL hubiera querido una reunión
Donde podria contar chistes y hacer reir a sus amigos.
Sus trucos de magia e imitaciones de voces.
Nunca debimos encerrarlo en ese lugar.
¿escuchabas como gritaba para que lo sacaramos ?”
Sabía que tarde o temprano recibiriamos nuestro castigo.
-”No fue nuestra culpa le digo”.
Noto que ella llora, “tienes razón”.
“Fue la tuya”. contesta
Y la veo desaparecer.
Volteo para ambos lados.
No esta
Dejandome completamente solo
O eso creo.
Porque escucho una risa de payaso que se acerca poco a poco.
Escalé la montaña, la nieve era tan espesa que al intentar caminar me hacía sentir como un payaso; de pronto apareció ante mi un almacén y ahí caí en la cuenta que alucinaba, producto del frío y la soledad.
Carta a los señores de los virus: Bill Gates, Rotchschild, Rockefeller, Soros, Kissinger
Ilustrísimos señores asesinos implacables.
¡A qué payaso adoráis! El dios de la muerte como los calavera de las SS hitlerianas, menudo coñazo y cabrones sois. Vuestras actuaciones sin piedad serán respondidas con un karma venidero. Y seréis la montaña de la peor calaña. Vuestra desaparición sera de nieve y nunca se acordarán de vosotros, os borraran del recuerdo como seres perversos de la nada. La nieve os cubrirá, se difuminaran sus huellas de sevicia. No apareceréis más que en un almacén de huesos rotos en la más completa soledad del virus.
Esta carta la escribió doña Emilia en medio de una confusión a los medios de comunicación social. Estaba en casa y su hijo numerosas payasadas por la calle para ir a depositarla en el buzón de correos.
La recibió el director de la Radiodifusión, al leerla le dio un vuelco en el corazón. Convocó a los representantes de la junta. Se dirigió al alcalde, creyó oportuno difundirla dada la situación de emergencia sanitaria para concienciar al mundo y luchar contra las fuerzas demoníacas.
Al oír la radio pegados al oído en sus androides o apples, en todo el mundo se provocó una conmoción y salieron a la gran cacerolada. En los lugares de origen donde viven dichos señores del mal les molestaban el ruido frente a sus mansiones. Era tal que no había lugar para que pararan dada la multitud. Muchos tiraban piedras, petardos, etc.
Los lacayos maderos se llevaron a los cerdos de los bichitos en los helicópteros, ellos viendo en el aire la magnitud tuvieron miedo…
Rulfo
Pasan y pasan los funestos días de otoño y restan lentos instantes al tiempo por pasar. No se puede salir. Leo un libro breve y veo, desde el almacén de Comala, el agua mansa caer y caer sobre un charco. Todo es sucio y viejo, todo es llano, no hay montañas y menos nieve sobre sus cimas. Presiento a Pedro mirando el camino y añorando a Susana. Sé de su tristeza y de su culpa. Ya todos han muerto. ¡Cuánta soledad! Ni siquiera un pobre y triste payaso aparece para alegrar mi velada.
El payaso acaba de salir del almacén pero cómo no encontraba la llave del almacén llamó a Carol para ver si podía venir a traérselas ya que sin ellas no podía cambiarse allí:
– Oye carol, es que sino no puedo cambiarme, venga, hazlo por los niños y porque pueda venir otra mañana más sin tener que molestarte cada vez. Enrollate…
– Ya Ricardo, pero es que cómo tú, me llegan los más jóvenes con la misma excusa. Tenéis que ser más responsables…- pero intervino el payaso
– Te prometo que no volverá a ocurrir, Carol.
– Venga, en dos horas estoy allí.
– ¿¡En dos horas?!- se sorprendió
– ¿Nos ha salido delicado el niño? ¿Qué quieres? Tengo una reunión en breve y ya de paso, te paso el nuevo horario.
– Si no hay remedio…
– Nos vemos a las cinco
El payaso que no llevaba ni tan siquiera la cartera porque estaba en el interior del almacén donde habían improvisado un vestuario, se sentó en un banco. Vestía un traje verde, con volantes en alrededor del cuello, en las piernas y en los brazos. Con la cara aun maquillada, se sentó en un banco y lo que nunca se le olvidaba era su paquete de tabaco.
Admirando las montañas de Sierra Nevada, la nieve por fin hacia su aparición a ese invierno que parecía que había decidido comenzar aquella tarde. A temperaturas que solían rozar bajo cero, se encendió el cigarillo y exhaló la primera calada, con las miradas expectantes de los transuentes. Pero no le daba vergüenza, estaba acostumbrado a que todos en el hospital le miraran y al decir verdad, vestir de aquella manera tan estrafalaria cómo aterradora, solo le había traído, en los últimos cinco años, la soledad incomprendida de las citas que los fines de semana se dignaba a tener: Unas se reían al saber que trabajaba de payaso para un hospital, otras directamente se inventaban una excusa y le dejaban tirado en el bar, y muchas otras por internet, querían saber demasiado. Se sentía agobiado, cansado y con una solitud que un payaso no debía mostrar ante aquellos niños de cuidados intensivos.
Se había consolado miles de veces, con la idea que era peor tener un cancer y no poder vivir la vida que el que el llevaba. Al fin y al cabo, el trabajo le proporcionaba su piso de soltero en una zona mas o menos aceptable y llegaba medianamente bien a fin de mes. Era cierto que había meses que tenía que alimentarse de tallarines pero por ahora, podía estar satisfecho de que, tenía donde dormir. Pero su pena acrecentaba al darse cuenta de que, los brutos del salón de juego se la tenían jurada debido a las apuestas fallidas, y que sumaban tres mil euros que le habían costado muchas horas extras. Ya solo le quedaba la mitad por saldar y podría mudarse a otro barrio mejor o tal vez mudarse de ciudad, beber whisky del caro y aunque no quería, buscar un trabajo a jornada completa lejos de enfermedades… pero siempre se preguntaba lo mismo “¿Quién va a cuidar a esos niños de la planta roja?” “Quién hará sonreír y evadirse de su situación?” era esas mismas preguntas las que se hacía pero seguía sumergido en su cigarrillo expuesto a las miradas acusadoras de de la gente y las burlas de los jóvenes que paseaban por la ciudad. A Ricardo, eso le daba igual, quien de verdad necesitaba una sonrisa, eran los niños de la planta roja. Así que no le daba reparo en saludar con un “Buenas tardes” con la mano en la que sujetaba el cigarrillo.
Aquellas horas eran matadoras mientras esperaba a Carol, la becaria. Así que, decidió dar una vuelta por el vecindario. Anduvo mirando escaparates. Pasó una cruce, mientras la gente a su paso sonreía y se decían cosas al oído, sacaban fotografías y lo subían a la red, hasta que al doblar la esquina… Se topó con los matones del salón de juego:
– ¡Hombre! Miara a quien tenemos aquí… Ricardito Ricardito, no nos has dado nuestro dinerito … – le dieron unos toquecitos en el hombro al compás de sus palabras
– ¡Esperad! Hasta la semana que viene, no había quedado con toni en darle la última parte, os prometo que … – pero los matones tenían ganas de juerga
– Toni está harto de tus largas, así que te vamos a enseñar a que si juegas demasiado, te puedes quemar.- Dijo mientras sacaba un encededor zippo
– ¡Chicos! Os prometo que os pagaré. Dadme tiempo.- se apresuró
– Tiempo es lo que no tenemos. – y lo agarraron de piernas y brazos. Lo arrastraron hasta el siguiente callejón y le dieron tantos golpes que le desqubrajaron la ropa y se le corrió el maquillaje substituido a ahora por sangre y con tan mala suerte de haberle dejado la cara cómo un mapa, haberle quemado las palamas de las manos con ese zipo y haberle arreado golpes en la pierna derecha. Por suerte, era zurdo y pudo incorporse del suelo cómo pudo.
Para cuando llegó Carol, Ricardo estaba sentado, o más bien tirado en el banco con un gran charco de sangre que emanaba de su boca. Podía sentir el sabor metálico y el escozor con las caladas del ultimo cigarrillo que había tenido que pedir a un transuente que pasaba cerca del altercado.
Carol le miró de arriba abajo y no le preguntó nada simplemente le dijo:
– He pensado en adelantarte tu paga extra. Aquí tienes el sobre, y … si quieres contarme … – Pero irrumpió
– Gracias. Esta misma noche me marcho de esta maldita ciudad.
– ¿Pero … quieres cont … – balbució pero este cogió las llaves, se cambió recogió sus cosas y presentó su renuncia esa misma tarde.
TRES AÑOS DESPUÉS
Ricardo trabaja en Cadiz, cómo director de una academia de payasos y a distancia dirige el hospital de Sierra Nevada. Ha saldado su deuda pero ahora, su vida está llena vida, que no puede dejar de ayudar a todo aquel que lo necesita. Los carnavales son ahora la mejor excusa para cantarles a los niños de aquella planta roja y personalmente, a la vieja usanza. La planta roja, no deja de recibir payasos dispuestos a repartir la alegría desmedida de los trabajadores vocacionales.
Desde que te has ido soy un payaso con la cara de nieve que no sabe ordenar el almacén de tus recuerdos, ni escalar la montaña de su soledad.
Liah Person
Salud! Mis más sinceras felicitaciones por la brevedad y contundencia de tu texto.
La noche caía mientras volvía hacia casa en mi auto. Aquel almacén sería el último sitio que visitaría por largo rato, recuerdo como reía como un payaso endemoniado al pensar que pronto la nieve comenzaría a caer, y tan sólo sería otro invierno más en la montaña, en soledad.
Salud!
Jajaja
Aún resonaban las risas y aplausos en el escenario mientras el payaso, ya en su almacén descendía de la montaña del triunfo hacia su soledad, tan fría como la nieve.
Tenía que estar allí. En la última montaña, la única que quedaba en pie. Meses enteros registrando aquel almacén y por fin iba a encontrarlo. La última caja. Ya era suya. Se detuvo un momento. Saboreando el instante previo al goce. La nieve comenzó a caer fuera, ralentizando la realidad como solo ella sabe hacerlo. Acompañando la dulce espera.
Nadie jamás se había sentido tan payaso como él al abrir la tapa. Nadie había experimentado nunca una soledad como aquella.
“¿Por qué estás aquí?” “Sí, disculpe, mi nombre es Sebastián, le cuento.”
“Decidimos, con mis amigos, pasar las vacaciones de invierno en Mendoza; nunca antes lo habíamos experimentado. Recorrimos paisajes increíbles, pero aquella montaña que se veía tan cerca me intrigó desde el primer día “¿Por qué cada mañana cambiaría de color y forma?” Me atraían los riesgos y me alejé del grupo. Corrí unos pocos kilómetros, mi curiosidad me llenaba de energía. Luego vi que las nubes también apuraban su andar mientras un aire ventoso, helado, comenzó a azotar el inhóspito lugar. Un almacén de miedo y soledad, en medio de la nada, se instaló en todo mi ser. Siempre me gustó contar aventuras, por lo general, graciosas; para divertirnos y sentirme el payaso del grupo; como así me decían. Algunas veces llegué a vivir momentos de peligro; eso es lo que sentí en ese momento. Después la tarde empezó a oscurecerse más y más, hasta que una llovizna de nieve fue atrapandome lentamente, cual pesadilla de terror. Grité. Nadie me escuchó.
Eso es todo, Mi Señor.”
Hola compañeros:
Tengo un problema, bueno tengo muchos. El primero es que no sé si tengo que comentar algún texto y si es así ¿a quien debo hacerlo?
Me he enganchado tarde y no sé las normas.
¿Podríais decirme cúal son o dónde las encuentro?
En cuanto a la web ¿es mi correo?
Nací mucho antes que los ordenadores y no me aclaro mucho.
Perdonadme los que esperabais mi comentario, como veis ha sido mi ignorancia pero os prometo que q partir de ahora , lo tendréis.
Un abrazo de Yayi
Hola YAYI.
Yo también nací antes de los ordenadores, pero aquí vamos.
Esta página antes tenía reglas de comentar los tres que seguían, había un límite de 750 palabras, excepto cuando eran micros,ahora es algo más laxa al respecto.Están al inicio, y justamente, no las hay.
En cuanto a la web, no es tu correo. Es por si tienes una página web. Hay quienes la tienen, donde publican sus relatos, y otros (como yo), no la tienen.
No te molestes en buscarme. Yo recién ahora he encontrado la página y espero participar con La casa de muñecas, título que me ha encantado.
AH, en cuanto a tu texto, me encantó. Admiro a quienes con pocas palabras pueden dar semejante contundencia al mensaje.
Abrazo y cálida bienvenida al sitio, YAYI.
Gracias Laura:
Espero que con vuestra ayuda pueda volver a escribir y conseguir que la fuente de mis ideas rebrote porque como en la canción “La fuente se ha secado, las azucenas están marchitas…”
Un abrazo virtual
Yayi
YAYI
No te preocupes, aunque la fuente esté seca, aunque las azucenas se hayan secado, la vida siempre encuentra un modo para abrirse paso.
Cariños
Laura
Recuerdo aquel día de invierno.
A mí me gusta ese olor a tierra mojada que queda después que llueve, también ese aire fresco que queda cuando en la cordillera ha nevado, esa frescura hace que respire más hondo, hinchando el pecho hasta la guata. Así estaba contenta caminando a casa desde el colegio. Pase por el almacén a comprar mi acostumbrado “koyak”, en ese tiempo daban una serie por televisión sobre un detective calvo que resolvia casos policiales en Nueva York, él era el teniente Koyak, que siempre comía una caramelo esférico, el que tenía un palito para sujetarlo con la mano, ¡ese mismo dulce! compré.
Ese día no me acompañaron ni Rosa ni Elsa, ambas se quedaron en la escuela porque les tocaba ser semaneras; por semana nombraba la profesora a tres o cuatro alumnos para quedarse a limpiar la sala, ordenar las mesas y sacudir las almudillas de los restos de tiza que se impregnaba al borrar el pizarrón, ese día comenzaban mis amigas.
Mientras caminaba imaginaba que por ser un día tan frío mi madre habría hecho una “cosita” rica para acomopañar la leche de la tarde. Y así llegue al pasaje donde vivo, es ahí donde me detengo u otras veces avanzo lento mirando derechito a la montaña, y se distingue claramente hasta donde llega la nieve.
En eso estaba caminando despacito a casa pero con la vista pegada en la cordillera, cuando veo de frente que una ambulancia se acerca, me corro hacia un lado de la calle, ella sigue su marcha veloz y con ese ruido de urgencia.
Fijo la vista en un montón de gente que parecen estar justo afuera de mi casa, trato de acelerar el paso, en ese momento no me hacía reir ni un payaso, solo pensaba e imaginaba, ¿un accidente?, ¿será que mamá enfermo? O ¿le pasó algo a mi hermanito? No alcance a hacerme más preguntas cuando llegue a metros de mi casa y me di cuenta que mis vecinos estaban agrupados afuera de la casa de enfrente, donde viven un matrimonio muy, muy viejito. Salude con un “hola” que apenas se escucho, entre tanto “no se preocupe vecina”, “tenga fe no más vecina” “calmece, le traere una agüita”
Y la abuelita entre sollozos repetía “mi viejito, mi viejito no me puede dejar en esta soledad”.
Yo entre a casa un tanto aliviada al saber que no estaba relacionada la ambulancia con familia, apenas vi a mi madre le di un fuerte abrazo y otro a mi hermanito.
Ella me dijo “no tuve tiempo de hacer nada rico” Yo le conteste no importa mamá será para otro día
En mi soledad:
Me encontraba en la montaña pensando en como los humanos tienen un cambio de personalidad, como de niños somos muy payasos y compartimos con todos ya que no conocemos ninguna inseguridad solo nos importa la felicidad nuestra y el como conseguirla no nos complicamos por nada, y en como de jóvenes nos convertimos en alguien de pocas palabras que prefiere la soledad, pasamos un cambio tan grande como cuando un almacén lleno abre sus puertas y entra toda la gente y lo vacía, todo esto pensé en solo un momento en el que me encontraba observando como la nieve caía en las flores de la montaña.
A fuerza de proponérmelo
“Querida Marta:
Pese a ser verano y al calor suave que nos invade, los días pasan lentamente en esta ciudad en forma de montaña, en la cual, como te he dicho muchas veces, no hay que practicar deporte alguno para hacer ejercicio a diario, por lo empinada que es. Como sabes también, el calor es suave, a veces imperceptible, hasta el punto de que se vislumbra sin dificultad la nieve caída en invierno.
Desde que dejé el instituto y empecé a trabajar, es grande la soledad en la que me hallo,, pues las amigas de otrora pasan por desconocidas cuando me ven, de forma que no se dignan ni a saludar. Sonia y tú sois las únicas en las que aún puedo palpar con claridad un halo de esperanza en un mañana mejor, si no junto a vosotras, junto a otras personas que me quieran de forma similar, pues sois las únicas con las que puedo desahogarme libremente, sin pudor ni escrúpulos, de forma que puedo tocar la bondad y la humanidad con mis propias manos y mi propio olfato, además de con los oídos y con el corazón, demás está decirlo.
Confiando pues en la amistad que aún nos une, me he decidido a invitarte unos días a mi casa, ahora que no tengo que pedir permiso a nadie, para gozar juntas de los bellos paisajes y pintorescos monumentos de Cuenca, y saborear juntas los manjares más sabrosos a caramelo y a felicidad, que en otros tiempos nos unían, bajo los frondosos y aromáticos árboles que rodeahn los bares más emblemáticos de la ciudad. Anímate, querida mía, que aún tenemos mucho que descubrir juntas.
Un beso grande de tu leal amiga
Arancha.”
—Mamá, ¿nos vamos ya o vas a dormir un rato la siesta?
—Dentro de una hora. Ahora quiero descansar, pues la comida ha sido muy abundante.
Marta se quedó pensativa: era en verdad una delicia leer una carta a la moderna de alguien como Arancha, a la que no veía desde hacía cinco años largos, que, pese a todo, habían pasado en un abrir y cerrar de ojos con el estrés de la carrera, y con la que había compartido los mejores momentos de la infancia, hasta que aquella hubo de dejar Madrid y volver a Cuenca con sus padres. Sin embargo, no tenía claro que estuviera dispuesta a viajar juhnto a su amiga, pues el tiempo y la distancia, sin haberlas separado completamente, había puesto una barrera que a ella, en este momento, se le figuraba infranqueable, sin que acertara a explicarse con exactitud el porqué, pues, sin haberse perdido la esencia de la amistad que las unía, algo le decía que viajar junto a ella no era lo más apropiado, en ese momemto al menos, pudiendo incluso traerle algún disgusto.
En cambio, ¿quién le decía que no a alguien como Arancha, que había sido su paño de lágrimas y su almacén emocional, aquel en el que descargaba los golpes más duros que la vida le ofrecía durante la adolescencia de ambas.
Se sentía ahora ridícula y pequeña, similar a un payaso que, en el momento de salir a escena, pierde todo el valor y se da media vuelta para esconderse del mundo. ¿Qué le ocurría realmente a Marta?
¡Quién, que se precie de idealista, de conservador e idólatra de los mejores momentos, no ha pensado alguna vez que los pensamientos más firmes y las emociones más intensas hacia alguien quedarán inamovibles en el propio interior, sin que el paso del tiempo deje notar su huella! Y es precisamente el paso del tiempo quien, sin advertírnoslo, hace mella en nuestro ser más íntimo e incuestionable, sin que seamos en modo alguno conscientes de ello, para decirnos, en el momento más inoportuno, lo que menos esperamos y más nos cuesta reconocer. Si a Marta le hubieran dicho, solo una semana antes, que su predisposición hacia Arancha había cambiado desde que se vieron por última vez, sin lugar a dudas, lo hubiera negado. Ahora necesitaba solo unas pequeñas reflexiones y no mucho tiempo para disuadir a su antigua amiga de su propósito. Lo que más le dolía era reconocerlo. Finalmente se decidió a responderle:
“Querida Arancha:
¡No sabes la alegría que siento al recibir tus e-mails o tus mensajes en el teléfono. Es como un chorro de energía que se necesita más de una vez para seguir adelante, y que con muy poco basta para lograrlo. Sin embargo, querida mía, ahora estoy indispuesta, dado que hace un mes me quedé embarazada, y no hago más que vomitar a diario varias veces al día. Todo me da asco, hasta lo que me gusta, y no sé en qué mala hora se me ocurrió semejante idea. He pensado en abortar, pero tampoco me decido a hacerlo, dado que por una parte pienso que sería lo mejor para mí, pues no paso por el momento más apropiado para esto, porque no tengo demasiados apoyos familiares: cuando se lo dije a mi madre, me miró con cara de circunstancias y me preguntó si me aburría sola en casa o algo por el estilo; que por qué no lo había pensado antes; que ya era muy tarde para mí y podría salirme problemática la criatura; que yo no tenía carácter para ser madre, que los niños causan mucho estrés, que me dedicara a algo más interesante, que hay muchas cosas en las que invertir el tiempo que nos sobra, y otras cuantas lindezas más, que no quiero ni recordar, pues me cayeron peor que un jarro de agua fría.
Por otra parte, tengo cierto ánimo para seguir adelante con el embarazo, una vez que he empezado, aunque solo sea por el morbo de enfrentarme a algo desconocido y costoso para mí, que alimenta el propio ego y enruiquece la autoestima de cualquiera. Sopesando las dos cosas, no sé por cuál decidirme, aunque te parezca mentira, teniendo en cuenta que nos conocemos hace muchos años. Tengo que darles aún uhnas cuantas vueltas más, hasta tomar una decisión firme y definitiva. Te tendré al corriente, en cualquier caso. Muchos besos de tu leal y siempre amiga:
Marta.”
Al terminar la lectura, Arancha quedó conmocionada: exprerimentaba una mezcla de sensaciones que iban del asombro a la pena y de la indignación a la ternura, que casaban mal en su corazón y peor en su mente para comprenderlas y hacer un juicio correcto de tan atípicas noticias. Intuía que llamarla por teléfono para que le contara largo y tendido su verdadero problema, no era lo más apropiado, menos si estaba tan enferma como decía. En ese caso, tal vez sería mejor invertir los papeles, de forma que fuera Arancha quien anduviera al encuentro de su amiga, máxime después de saber todo esto.
Como lo pensó, lo hizo: tomó el tren de cercanías una mañana muy temprano, y en dos horas estuvo en Madrid. Se dirigió al hotel más económico del barrio en el que vivía su amiga, y tras alquilar una habitación e instalarse en ella, tomó el teléfono (ahora sí lo tenía claro) y llamó a su amiga.
—Querida Marta –le dijo tras saludarse mutuamente-, estoy en Madrid. He venido para pasar unos días aquí. Así cambio un poquito de aires y me siento más libre, pues por Madrid se circula mucho mejor que por Cuenca, y la gente es también mucho más amable. Si quieres que nos veamos, estoy en un hotel, muy cerca de tu casa.
¡Cómo es posible! –se decía Marta para sus adentros-. ¡Yo estoy muy sucia para ver a nadie!
—Arancha, yo no puedo salir de casa. Ven tú, ya que estás aquí, y quizá así podremos hablar más tranquilas.
Al decir esta última frase, bajó levemente la voz.
—De verdad, ¿no te importa? –le preguntó0 Arancha.
—Así nos vemos, dado que hace mucho tiempo que no lo hacemos, y tal vez tengamos ocasión de recordar nuestra vieja amistad.
La voz rebajada de Marta le decía a su amiga que no eran esos los problemas que la afligían. Cinco minutos después de salir del hotel, se halló en su casa, y, como por fuerza mágica llevada, penetró en ella, conducida por Marta. En un abrir y cerrar de ojos, se abrazaron, y en la misma posición, lloraron amargamente, especialmente Marta. Con las pocas fuerzas de Marta, Arancha se dejó llevar a su habitación y se hizo toda oídos para su amiga.
—No te vas a creer lo que voy a decirte, Arancha, pero aún siento asco por todo lo que me rodea. Me duele todo el cuerpo, por fuera y por dentro, y estoy deshecha.
—¿Y qué te ha ocurrido?
—Querida Marta, ya no soy la de antes; ya no merezco tanta veneradión y tanto respeto como en otros tiempos; ya no tengo integridad interna, pues la he perdido, junto con el pudor.
Arancha miraba a su amiga, sin saber qué decir. Marta la atrajo aún más fuerte hacia sí, y le susrró al oído:
—Hace un mes me violaron en el metro.
Ahora fue Arancha quien perdió la serenidad:
—¿Cómo fue? ¿De quién se trataba? –logró preguntarle al fin, con un hilo de voz.
—Una noche, cuando volvía a casa. Eran las doce y, antes de atravesar las puertas que dan a la calle, me cogieron entre cuatro y me llevaron a un rincón, más o menos seguro, aprovechando la hora y la poca afluencia de gente. Me penetraron varias veces por la vagina y otras cuantas por el ano. Por no poder, no podía ni chillar mientras duraba la faena, ni tampoco hablar cuando terminó, y me dejaron sola allí donde ocurrieron los hechos. Cuando desperté, estaba en el hospital, y fue allí donde llamé a la policía y puse la denuncia. Aún no sé si me dieron algo para que todo saliera a pedir de boca para ellos, o tal vez me bloqueé yho misma, de cara a chillar al sentir una presión tan brutal sobre mí. Solo recuerdo que me sujetaron de tal manera que no podía moverme. Para que veas que una no dice tonterías cuando afirma que no merece la aprobación ni estima de nadie.
—Ellos fueron quienes te dejaron embarazada –decía Arancha remitiéndose al e-mail de días atrás-, y ahora no sabes si abortar. ¿Estuviste mucho tiempo en el hospital?
—Cuando me mandaste el e-mail, estaba tan bloqueada, física y emocionalmente, que todo a mi alrededor se me figuraba nauseabudno: la comida, la gente, los olores… En el hospital estuve dos días, mientras me curaban, tanto la zona genital como el resto del cuerpo, pues estaba llena de magulladuras. Sin embargo, querida Arancha, el problema era yo: mi malestar, tanto físico como moral, y mis luchas internas con mi forma de sentirme hasta entonces y la que en el momento estaba adquiriendo, no me dejaban descansar en ninguna circunstancia ni hora. Aún me cuesta pegar los ojos, y siento dolores a la altura de los genitales, como si me faltara algo por mí desconocido. Solo los analgésicos y las infusiones relajantes consiguen mantenerme con un poco de tranquilidad. Hubiera deseado también perder la memoria, y he estado a punto de suicidarme, pues no entiendo forma más digna de terminar conmigo misma.
—De todo se sale en esta vida, Marta, ten paciencia. Es cuestión de proponértelo y tener calma y confianza en ti misma. Nadie mejor que tú puede darte una lección de superación y de autoestima. Estoy segura de que, tanto yo como las demás, te queremos como antes. Piénsalo bien: hay mucha bibliografía sobre estos temas, la cual, si te apetece, podemos salir a buscar juntas cualquier día de estos.
—Es muy fácil decdir todo eso sin ser tú la víctima, Arancha.
—Lo sé, querida, pero te repito que debes dar tiempo al tiempo.
—Te repito, Arancha, que yo estoy muy sucia por fuera y por dentro. He perdido el nombre, y ya no es probable, ni falta hace tampoco, que me quiera nadie. Si quiero desaparecer del mapa, nadie es quién para impedírmelo: se trata solo de mi cuerpo y de mi vida. Las personas indignas merecerían morir por respeto a las demás: yo ya cumplo esa condición, Arancha.
—Yo respeto tus opiniones, aunque no las comparta: creo que quienes te queremos sí tenemos algo que decir acerca de todo eso. Está claro que el cuerpo y la vida pertenecen en exclusiva a la persona que los lleva; de cara a terminar con ellos, no obstante, hay que pensárselo varias veces antes de hacerlo, no una ni dos. Ni siquiera trato de decirte que no se deba hacer en ninguna circunstancia, sino “simplemente” que para hacerlo hay que estar plemamente segura de ello. Por eso, yo te incitaría a pensártelo mejor, durante más tiempo: mientras la vida no se nos agote por sí misma, siempre tendremos tiempo de agotarla nosotras mismas; no te negaré, con todo, que esa decisión debe madurarse muy bien y poner muchos kilos de valor en nuestra balanza mental.
—¿Y te parece poco sentirse fea y sucia por dentro? ¿Te parece poco sentir vergüenza y asco hacia una misma?
—Insisto, Marta, en que todo eso pasa con el tiempo, de forma que las sensaciones que haora son naturales, dado que acaban de ocurrir los hechos, dentro de cierto tiempo, no lo serán tanto: las emociones se enfriarán y los sentimientos hacia ti misma, también. Yo lo experimenté cuando éramos pequeñas, en mi primer desengaño amoroso, del que tú misma fuiste testigo: al principio, también quería morirme, pero con el tiempo descubrí la necedad de mi pensamiento, con independencia del dolor que sintiera en el momento. Las experiencias duelen, Marta, pero debemos saber superarlas. Anímate y tómate el tiempo que necesites para pulir las secuelas que te deje semejante barbaridad. ¡Tú tienes que ser más fuerte que todo eso!
—¿Y cómo quieres que lo haga, si me da vergüenza hasta salir de casa? Viviendo sola, tengo que llamar a mi madre, hasta para que me haga la compra.
—Puedes empezar a hacerlo poco a poco, contando el tiempo y midiendo la distancia. Si aun así tienes vergüenza los primeros días, hazte acompañar de alguien. Tú no eres ninguna mojigata como para no superar cualquier cosa.
—No niego la parte de razón que te corresponde en todo esto. El problema es que yo, a día de hoy, no me siento capaz de afrontarlo. Está claro que madurar todo esto lleva tiempo, que es quizá, si no la decisión más sabia, sí al menos la más conveniente.
—Así lo espero –dijo Arancha más calmada, al salir del aposento de su amiga-. Tienes mi teléfono y estoy muy cerca de ti: llámame para lo que necesites.
Y se marchó al hotel. Estaba dispuesta a no moverse de su lado hasta conocer su decisión fihnal. ¡Está claro que una violación no es cualquier cosa, ni tampoco un objeto de poco bulto y valor la idea de suicidarse, por lo que convenía estar alerta a cualquier hora, sin irse demasiado lejos de la casa de Marta!
Así pues, Arancha decidió pasar a diario por su portal sin ser vista, disfrazada de policía. Los días pasaban sin que nada nuevo ocurriera. Una tarde, al salir, oyó la sirena de la policía, dirigiéndose al mismo sitio que ella. Arancha empezó a temblar, temiendo lo peor.
—¿Qué ha ocurrido? –le preguntó a una vecina cuando llegó al portal.
—Me temo que se trata de la vecina enferma del cuarto. Parece que se ha suicidado.
Arancha perdió ligeramente el equilibrio y comenzó a sentir náuseas. Cuando logró restablecerse, tuvo valor para seguir preguntando cómo habían ocurrido los hechos.
—Creo que se ha tomado medio bote de legía y después se ha tirado por la ventana –le contestó la misma vecina-. La han encontrado moribunda en la calle, y no han podido hacer nada por salvarla. Se la acaban de llevar al hospital para hacerle la autopsia.
Arancha intentó huir corriendo. Sin embargo, aún en el portal, alguien la detuvo.
—Me parece que esto era para usted, señorita.
Otra vecina, tal vez parienta de Marta, le entregó una esquela firmada por ella, que Arancha se guardó en el bolsillo de la chaqueta. Ahora lo importante era saber dónde estaba su amiga, así como detalles de sus últimos días y sobre todo, de sus últimas horas. Los vecinos, que habían empezado a conocerla desde que vino por primera vez a ver a su amiga hacía ya dos meses, la saludaban y le comuhnicaban a coro la noticia, recalcando la idea de que había muerto envenenada. Arancha, sin atender demasiado el bullicio, seguía caminando, hasta que finalmente llegó al hospital.
—¿Es usted Arancha Rodríguez y viene a preguntar por Marta Peñas?
—Sí, soy yo. ¿Qué ha ocurrido con Marta?
—Hasta mañana no entregan los resultados de la autopsia, ni se puede entrar a verla.
—¿Ni siquiera a través del cristal?
—No, señorita. Si no es familiar directa de ella, no puede entrar en las dependencias del hospital.
Arancha salió de allí con la sensación de ser ella quien ahora había perdido el rumbo de su vida. ¿Qué le ocurriría a la gente con ella, que en todas partes se hacían eco de su presencia de cualquier forma? ¿Tendría algún aspecto especial su cuerpo y su indumentaria, que de todos sitios la echaban?
—¿Eres Arancha, amiga de Marta Peñas? –le preguntó una pareja al subir al autobús que la conduciría hasta la estación de tren.
Avergonzada, dijo entre dientes que sí.
—Marta no era mala persona. Todo el mundo la conocía –empezó diciendo la joven-, pero era un poco conflictiva en las discotecas, sobre todo cuando ligaba, pues era bastante celosa.
Arancha no sabía si reírse o llorar, dado que ella también conocía a su amiga.
—ella misma se buscó que la violaran, compañera –decdía el chico-: se enrolló con un amigo nuestro, que poco después se cansó y la dejó por otra. Ella se ensañó, pensando que la había dejado por su culpa, y una noche apareció en el paf donde bailaban y los separó, dándole a ella una buena paliza. Él, indignado, salió tras ella cuando la echaron, y le dijo que no se preocupara, que algún día le demostraría que a quien quería era ella, siendo la nueva pareja una aventura pasajera. Sin decirle nada más, fue tras ella sin ser percibido, y cuando salía del metro de Vallecas, aprovechando que eran las dos de la mañana y no había nadie, en pleno vestíbulo, la violó. Tras esto, se marchó, dejándola tirada allí mismo, para que todos supieran que, si no era querida, era al menos deseada.
—Hay que ser idiota para hacer eso, desde luego! ¡Ni que fueras tú la única en el mundo y las demás una porquería!
—¿Qué harías tú si te dejara tu pareja, amiga? ¿Lo mismo que Marta?
—Simplemente me moriría de pena y me encerraría en casa, para que no me viera nadie, por vergüenza –contestó Arancha-. ¡No sería la primera vez! De todas formas, me parece muy raro lo que contáis de Marta. ¿Seguro que él no le hizo nada con anterioridad? Ella no era tan conflictiva como para hacer esas barbaridades.
—Como te lo contamos es, compañera. Mi amigo no le hizo nada. La tonta, desde el principio hasta el fin, fue ella.
—Eso no se sabe –decía su compañera quitándole importancia al asunto-. Cada quién tiene sus cosas. ¿Estás seguro de que Javi no le pegó?
—¡Segurísimo!
—No me parece normal el caso.
Al día siguiente Arancha, entre aturdida y avergonzada, ahora de veras tras la historia narrada la tarde anterior, se presentó en el hospital, donde le confirmaron la muerte de su amiga por envenenamiento, y le entregaron el parte de la misma. Arancha se lo entregó a la familia, de la que se despidió cortés y emotivamente, y mientras caminaba en el autobús que la llevaría hasta su casa, leyó detenidamente la esquela que le entregaron en la de Marta:
“QueridaArancha:
No quiero que te tomes a mal lo que voy a decirte: he valorado la posibilidad de reinsertarme en el mundo, según me comentabas la última vez que nos vimos, y no la veo factible. Yo te he querido y te querré mucho mientras viva; no obstante, creo que mi sitio, como te comenté también entonces, ya no corresponde a este mundo. Cuando te comuniquen mi muerte, no llores, que seguramente yo no estaré sufriendo, y si volvemos a nacer en el mismo sitio, allí nos encontraremos, siendo yo para ti siempre la misma. Ahora se despide tu leal amiga, esa que nunca te olvida:
Marta.”
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Había una vez, un payaso que se sentía muy solo y sin sentido de vivir, un día optó por entregarse a la aventura y decidió escalar una montaña llena de nieve, para esto fue a comprar unos zapatos de payaso en su almacén favorito, ahí encontró el amor, pronto sintió que había encontrado todo aquello que andaba buscando por tanto tiempo.